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Jackie seguía a Peter como un perro, y aunque los visores eran de color cobre, Sax comprendió por sus movimientos que ella estaba hablando con Peter, tratando de engatusarlo de algún modo. Sax sintonizó la frecuencia común y se introdujo en la conversación.

—… por qué los llaman Swift y Voltaire —decía Jackie.

—Ambos predijeron la existencia de las lunas marcianas en sus libros, escritos un siglo antes de que las descubrieran —contestó Peter—. En Los viajes de Gulliver, Swift incluso da las distancias que las separan del planeta y sus períodos orbitales, y no andaba muy desencaminado en sus cálculos.

—¡Bromeas!

—No.

—¿Cómo se las arregló para saberlo?

—No lo sé. Pura suerte, supongo. Sax carraspeó.

—Secuencia.

—¿Qué? —dijeron.

—Venus no tenía luna; la Tierra, una; Júpiter, cuatro. Marte debía de tener dos. Y como no podían verlas, seguramente eran muy pequeñas. Y cercanas, por tanto veloces.

Peter rió.

—Swift debía ser un tipo muy listo.

—O su fuente. Pero sigue siendo suerte. Porque la secuencia es pura coincidencia.

Se detuvieron en otra cresta de espalación, desde la que alcanzaban a ver el Cráter Swift, una cresta casi enterrada en el horizonte próximo. Un pequeño avión espacial gris se levantaba en medio del polvo negro como un milagro. Sobre sus cabezas, Marte llenaba casi todo el cielo, un vasto mundo naranja. La noche avanzaba a través de la medialuna oriental. Isidis estaba directamente sobre ellos, aunque no pudo distinguir Burroughs, las llanuras al norte, aparecieron salpicadas de grandes manchas blancas. Los glaciares se reunían para formar lagos de hielo, y el principio de un océano de hielo. Oceanus Borealis. Una capa de nubes onduladas flotaba pegada a la superficie, y esa visión le recordó de súbito a Sax la Tierra vista desde el Ares. Un frente de nubes blancas que bajaba de Syrtis Mayor. El dibujo de nubes blancas tenía el mismo aspecto que habría tenido en la Tierra. Ondas cíclicas de partículas de condensación.

Dejó la cresta y regresó a los aviones. Las botas altas y rígidas eran lo único que lo mantenía erguido, y le dolían los tobillos. Era como caminar por el fondo del mar, sólo que sin encontrar resistencia. El océano del universo. Se agachó y escarbó en el polvo; no encontró roca dura en los primeros diez centímetros, ni en los veinte siguientes. Podía muy bien estar a cinco o diez metros de profundidad, o incluso más. Las nubes de polvo que había levantado tardaron unos quince segundos en posarse de nuevo en el suelo. El polvo era tan fino que en cualquier atmósfera habría permanecido en suspensión indefinidamente. Pero en el vacío caía como todo lo demás. Deyecciones. Sencillamente no había nada que las retuviese. Uno podía arrojar el polvo al espacio. Cruzó una cresta baja y de pronto pudo ver la llanura inclinada de la siguiente faceta. Era evidente que la luna estaba modelada como una herramienta paleolítica, las facetas talladas por antiguos golpes. Elipsoide triaxial. Era curioso que tuviera una órbita tan circular, una de las más circulares del sistema solar. No lo que uno esperaría de un asteroide atrapado o de un pedazo arrancado de Marte por un gran impacto. ¿Entonces qué? Una captura antiquísima, y cuerpos en otras órbitas que regularizan sus movimientos. Fractura, fractura. Espalación. El lenguaje era tan hermoso. Las rocas golpeaban otras rocas en el océano del espacio. Arrancaban pedazos y se los llevaban. Hasta que todos caían en el planeta o bien lo esquivaban y seguían su camino. Todos menos ellos, dos entre millones. Una bomba lunar. Una caseta de tiro. Rotando más deprisa que Marte, de modo que cualquier punto de la superficie marciana la tenía en el cielo durante sesenta horas. Conveniente. Lo conocido era más peligroso que lo desconocido. Los aviones subiendo sobre el horizonte parecían absurdos, como insectos de un sueño, quitinosos, articulados, coloreados, diminutos contra la oscuridad llena de estrellas, sobre la roca cubierta por el manto de polvo. Sax trepó hasta la antecámara.

Pasaron unos meses, él estaba solo en Echus Chasma, y al fin los robots en Deimos terminaron la construcción, y el deuterio encendió el impulsor. El impulsor arrojaba mil toneladas de roca aplastada por segundo, a una velocidad de doscientos kilómetros por segundo. Todo eso salió disparado tangente a la órbita y en el plano orbital. En cuatro meses, cuando aproximadamente la mitad de la masa de la luna hubiera sido expulsada, el motor se detendría. Deimos estaría entonces a 614.287 kilómetros de distancia de Marte, según los cálculos de Sax, y saliendo de la influencia de Marte para convertirse en un asteroide de nuevo libre.

Por el momento volaba en el cielo nocturno, una patata gris irregular, menos luminosa que Venus o Terra, salvo que ahora había un cometa resplandeciendo en su costado. Todo un espectáculo. Aparecía en las noticias de los dos mundos. ¡Escandaloso! Levantó controversia incluso entre la resistencia, donde la gente se declaraba a favor o en contra. Riñas tontas. Hiroko se hartaría de ellas y se largaría, él la comprendía muy bien. Sí, no, qué, dónde. ¿Quién lo hizo? ¿Por qué?

Ann apareció en su muñeca para hacerle las mismas preguntas, y parecía furiosa.

—Era una perfecta plataforma de ataque —dijo Sax—. Si la hubiesen convertido en una base militar, como hicieron con Fobos, habríamos estado indefensos.

—¿De modo que lo hiciste por la remota posibilidad de que se convirtiese en una base militar?

—Si Arkadi y su grupo no se hubiesen ocupado de Fobos, no habríamos podido hacerle frente. Nos habrían matado a todos. Además, los suizos se habían enterado de que planeaban hacerlo.

Ann meneaba la cabeza y lo miraba como si estuviese loco. Un saboteador chalado. Según como él lo veía era como si la sartén le dijese al cazo no te acerques que me tiznas. Él le sostuvo la mirada con determinación. Cuando ella cortó la comunicación, se encogió de hombros y llamó a los bogdanovistas.

—Los rojos tienen un catálogo de todos los objetos en orbita alrededor de Marte. Por tanto necesitamos sistemas de seguimiento superficie-espacio. Spencer ayudará. Silos ecuatoriales. Agujeros de transición abandonados. ¿Comprenden?

Ellos dijeron que sí. No hacía falta ser un científico de cohetes. Y la situación se agravaba, no serían aplastados desde el espacio.

Un tiempo después, Sax no estaba seguro de cuánto, Peter apareció en la pequeña pantalla del rover-roca que Desmond le había prestado.

—Sax, estoy en contacto con algunos amigos que trabajan en el ascensor, y como Deimos está acelerando, la oscilación del cable para esquivarlo está desfasada. Parece que en el próximo paso orbital chocará contra el ascensor, pero mis amigos no consiguen que la IA de navegación del cable les responda. Al parecer está reforzada para evitar las entradas desde el exterior, para evitar los sabotajes, ya sabes, y no consiguen introducir el dato de que Deimos ha cambiado de velocidad. ¿Tienes alguna sugerencia?

—Dejen que lo descubra por sí misma.

—¿Cómo?

—Introdúzcanle los datos sobre Deimos. Está obligada a aceptarlos. Y está programada para evitar la colisión. Confíen en ella.

—¿Que confiemos en ella?

—Bien, hablen con ella.

—Lo estamos intentando, Sax. Pero el programa antisabotaje está muy reforzado.

—La IA programa las oscilaciones para evitar a Deimos. Mientras eso esté en su lista de objetivos, estarán a salvo. Sólo proporciónenle los datos.

—De acuerdo. Lo intentaremos.

Era de noche y Sax salió. Vagaba en la oscuridad, bajo la inmensa pared del Gran Acantilado, justo al norte del punto donde Kasei Vallis irrumpía. Sei significaba «estrella» en japonés, y ka «fuego». Estrella de fuego. Ocurría lo mismo con el chino: huo era la sílaba que los japoneses pronunciaban ka, y hsing, sei. Una palabra china, Huo Hsing, «estrella de fuego», ardiendo en el cielo. Ellos decían que Ka era el nombre que el pequeño pueblo le daba. Vivimos sobre fuego. Sax estaba plantando semillas, enterrando apenas las pequeñas nueces duras en la arena del abismo. Johnny Fireseed [1]. Deimos ardía en el sur meridional, perdiendo lentamente su curso entre las estrellas, deslizándose hacia el oeste con paso lento, ahora empujado por el diminuto cometa que ardía en su borde oriental. El ascensor que subía desde Tharsis era invisible; quizás el nuevo Clarke era una de las estrellas menores en el cielo sudoccidental, era imposible decirlo. Pateó una roca sin querer, se inclinó y plantó otra semilla. Cuando terminase con las semillas, le quedarían unos brotes de un nuevo liquen por distribuir. Una especie chasmoendolítica, muy resistente, de propagación rápida, que bombeaba oxígeno a buen ritmo, con un índice superficie-volumen muy alto. Muy seco.