Al acabar la velada, Ed Doctorow me acompaña hasta el coche que va a llevarme de vuelta a Princeton. Me abraza con cariño y vuelve a decirme cuánto sienten Helen y él lo de Ray. Me dicen que habían pensado que iba a anular la cita, y le respondo:
– ¿Por qué iba a cancelar esta noche? ¿Dónde iba a estar si no estuviera aquí? Quiero decir, dónde mejor iba a estar…
Porque pienso: «No tengo un verdadero hogar. Esté donde esté, no tengo casa».
Me equivoco, por supuesto, porque sí tengo una casa. Y tengo mucha suerte, como viuda, de tener esa casa.
¡Piensa en las viudas que se quedan verdaderamente sin casa cuando muere su marido! Esas para las que una especie de sati * no sería lo peor que podría pasarles.
Lo difícil es vivir en una casa que ha perdido su significado, como el aire que se escapa de un globo. Una fuga lenta pero letal. Un día, el globo está deshinchado y ya no es un globo.
Al identificar los libros en la mesita del salón como «libros de Ray» he intentado darles significado, el significado que antes habitaba los objetos pero que ahora ha desaparecido; igual que he intentado inyectar significado en las chaquetas, los chaquetones, las camisas, los pantalones, etcétera, que cuelgan en los armarios de la casa, unas prendas de vestir de hombre, que ¿a quién pertenecen?
El terror a unas simples «cosas» que han perdido su significado es un terror que inunda a la viuda en esos momentos, con más frecuencia desde que he empezado a viajar y vuelvo a una casa vacía.
Porque ninguna cosa contiene un significado; estamos rodeados de simples objetos en los que el significado se ha inyectado. Las cosas nos mantienen cautivos como en una especie de hipnosis, de alucinación.
Toda la casa en la que vivo -en la que ahora vivo sola-, cada habitación, cada mueble, cada cuadro en la pared, cada libro, y ahora -de forma más visible cada día, porque la primavera se acerca inexorablemente como una locomotora-, las campanillas de invierno, los azafranes de primavera y los brotes de tulipanes en el jardín de Ray, también han perdido su significado. Estos objetos, estas «cosas», siento casi odio hacia ellos, resentimiento y repugnancia. Si miro algo fijamente -por ejemplo un espejo-, una especie de pantalla empieza a enturbiarme la mirada. Muchas veces me siento mareada, confusa y aturdida al entrar en casa, al mismo tiempo que me siento muy muy aliviada, feliz de estar de vuelta: «¡Hola, cariño! ¡Hola! Estoy en casa…». Si no tengo cuidado, me choco con una silla o una mesa; tengo las piernas (todavía) cubiertas de cardenales; a veces me falta el aliento como si se hubiera agotado el oxígeno en la casa o se hubiera filtrado un gas tóxico inodoro; tengo problemas de equilibrio, como si el suelo se moviera bajo mis pies. Cuanto más miro un espejo, por ejemplo el espejo del comedor, en la pared contigua a la cocina, más se agita y se difumina el reflejo: ¿es un rostro? ¿O la ausencia de un rostro? Porque yo también estoy borrándome. Sin nadie que me vea, nadie que me llame y me quiera, estoy desapareciendo a toda velocidad.
Los cuadros de las paredes, los grandes óleos de Wolf Kahn. Son los objetos más llamativos de nuestra casa, los que captan inmediatamente la mirada. Los visitantes siempre comentan los cuadros: «¡Qué bonito! ¿Quién es el artista?». A veces me quedo mirando, fascinada. Porque ésa es la magia del arte: puede sacarnos de nuestro interior, puede hipnotizar. Pese a ello, contra toda lógica, he estado pensando en quitar algunos cuadros de las paredes porque me recuerdan de forma muy dolorosa a Ray, a cuando los compramos en Nueva York poco después de mudarnos a Princeton. Hay dos paisajes de Wolf Kahn bastante grandes -un granero de color lavanda y un bosque en otoño- y varios pasteles, todos escenas de Nueva Inglaterra en el fantástico estilo impresionista del autor. El granero de color lavanda lo compramos en una galería de Manhattan, y los otros los compramos al propio artista, o nos los regaló él, cuando visitamos su reluciente estudio blanco en Chelsea. (El estudio de Wolf Kahn está inundado de luz porque él sufre degeneración macular y necesita toda la luz posible cuando pinta. Al ver los lienzos inmensos en las paredes, todos ellos cuadros a medio pintar y todos ellos preciosos pasteles, torbellinos de color, tuve la ingenuidad de preguntar a Wolf Kahn qué sentía al trabajar rodeado de belleza a diario, no enredado en la prosa como un novelista, y Wolf replicó, con aire de explicar una cosa elemental que yo debería haber sabido: «Los lienzos no me parecen bellos. La belleza no tiene nada que ver. Lo que hago es resolver problemas».)
Resolver problemas. Por supuesto. Eso es lo que significa ser humano.
Lo que debe recordar la viuda: la muerte de su marido no le ha pasado a ella sino a su marido. No tengo derecho a apropiarme de la muerte de Ray. Este torbellino de emociones, esta leve fiebre, la náusea, el malestar, ¿qué tienen que ver con la auténtica pena, el duelo? ¿Es auténtica pena y auténtico duelo algo de todo esto? Debo dejar de pensar tanto en el pasado, que no se puede cambiar. Debo dejar de oír esas voces burlonas y tentadoras: «¿Está vivo mi marido? ¡Sí! ¡Su marido está vivo, señora Smith!».
Esta noche tengo que tomar una pastilla, o quizá media pastilla, pero dejar la otra mitad en la mesilla, con un vaso de agua, para las cuatro de la mañana. Por si acaso.
48. ¡En movimiento!: «La boca de la rata»
Boca Ratón, Florida. 9 y 10 de marzo. Siguiendo el principio de que importa muy poco dónde esté la viuda, porque ya no hay ningún lugar en el que la viuda se sienta como en casa, me encuentro en un escenario totalmente irreal, azotado por el viento, «bello», en el sentido en que son «bellos» los anuncios en Vanity Fair: ¡Boca Ratón!
Es el Festival de las Artes de Boca Ratón. Al que Ray y yo estábamos invitados desde hacía meses. Ahora, Edmund White ha tenido la amabilidad de acompañarme. Y mi amigo, el ex editor de Modern Library David Ebershoff, es uno de los participantes. Es un interludio de sólo dos días que pasarán en un suspiro, como el paisaje que se ve desde un vehículo en marcha; lo más memorable será que los invitados a una recepción que se celebra tras la lectura que voy a hacer una tarde están completamente escandalizados, asombrados y excitados y sólo quieren hablar del escándalo de Eliot Spitzer, que esa misma mañana ocupa los titulares en el New York Times.
Porque, como es natural, en esta elegante ciudad costera de Florida, habitada sobre todo por ricos venidos de Manhattan, todo el mundo lee el New York Times.
– ¡Conocemos a la familia! El padre de Spitzer, Bernard, un hombre maravilloso, ¡un devoto padre de familia!, debe de estar destrozado.
– Conocemos a la mujer, a la familia de la mujer…
– Cómo puede hacer esas cosas un hombre a su esposa…
– … su familia…
– … hijas…
– Mi hijo…. ¡es igual! ¡Igual que Spitzer! Esas mujeres, las «prostitutas de lujo», esas mujeres terribles, los hombres no pueden resistirse a ellas, es terrible; ¡mi propio hijo! Sé que hace cosas así, está poniendo en peligro a su familia; qué cosa tan terrible…
– Y qué hipócrita, Spitzer…
– Nadie puede soportar a Spitzer, es un chulo, un cabrón…
– … insidioso, despreciativo…
– … como Giuliani…
– ¿Giuliani? ¡Peor!
– No, no es peor que Giuliani. Las ideas políticas de Spitzer son buenas, es un sólido demócrata liberal…
– ¡Es un sinvergüenza! Spitzer. Salga lo que salga de esa investigación, su padre «prestándole» dinero…
– Dinero de campaña que se gastó en putas….