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Desde el sofá, Emily y Louis observaban la escena.

– Me gustaría que se respetara un poco mi autoridad en esta casa. Cuando tomo una decisión sobre los niños, me gustaría que me respaldases, ¡es muy cómodo que siempre sea el mismo el que castiga y el otro el que recompensa!

Antoine, que había dejado de mirar a Mathias, dejó de remover el pisto.

– ¡Es una cuestión de coherencia familiar! -concluyó Mathias, mojando el dedo en la cacerola y guiñando el ojo a su amigo.

Antoine le asestó un golpe en la mano con el cucharón.

Concluido el incidente, todos fueron a la mesa. Al final de la cena, Mathias llevó a Emily a acostarse.

Estirado al lado de ella, le contó la más larga de las historias que sabía. Y cuando, para acabar, Théodore, el conejo con poderes mágicos, vio en el cielo el águila que giraba en redondo (el pobre animal tenía desde su nacimiento un ala más corta que otra, por unas plumas), Emily se metió el pulgar en la boca y se acurrucó contra su padre.

– ¿Duermes, princesa? -susurró Mathias.

Se dejó deslizar suavemente por el costado. Arrodillado junto a la cama, acarició los cabellos de su hija y se quedó un momento mirándola dormir.

Emily tenía una mano apoyada en la frente, y la otra retenía aún la de su padre. De vez en cuando, sus labios temblaban, como si fuera a decir algo.

– Como te le pareces -murmuró Mathias.

Le dio un beso en la mejilla, le dijo que la quería más que a nada y abandonó la habitación sin hacer ruido.

Antoine, en pijama, acostado en su cama, leía tranquilamente. Llamaron a la puerta.

– He olvidado recoger mi traje en la tintorería -dijo Mathias, asomando la cabeza por el resquicio de la puerta.

– He pasado yo, está en tu ropero -respondió Antoine mientras volvía al principio de la página.

Mathias se acercó a la cama y se echó sobre la cubierta. Cogió el mando a distancia y encendió la televisión.

– Tienes un buen colchón.

– Es el mismo que el tuyo.

Mathias se incorporó y ahuecó el almohadón para mejorar su confort.

– No te molesto, ¿verdad?

– ¡Sí!

– Ya ves, luego te quejas de que nunca hablamos.

Antoine le confiscó el mando y apagó el aparato.

– He vuelto a pensar en tu vértigo, como problema no está desprovisto de originalidad. Tienes miedo de crecer, de proyectarte hacia delante, y eso te paraliza, lo cual incluye tus relaciones con los otros. Con tu mujer tenías miedo de ser un marido y, a veces, con tu propia hija tienes miedo de ser padre. ¿A cuándo se remonta la última vez que has hecho algo por alguien que no seas tú?

Antoine pulsó el interruptor de la lámpara de cabecera y se dio la vuelta.

Mathias permaneció así algunos minutos, silencioso en la oscuridad; acabó por levantarse y, justo antes de salir, miró fijamente a su amigo.

– ¿Sabes qué? Consejo por consejo, tengo uno que te concierne, Antoine: ¡dejar entrar a alguien en la vida de uno es abatir los muros construidos para protegerse, no esperar a que el otro los derribe!

– ¿Y por qué me dices eso? ¿Quizá no he roto el muro? -gritó Antoine.

– No, soy yo el que lo ha hecho, y no hablaba de eso. ¿Cuál era la talla de los calcetines en la tienda de ropa de bebé?

Y la puerta volvió a cerrarse.

Antoine no durmió por la noche, o casi. Volvió a encender la luz, abrió el cajón de su mesilla, tomó una hoja de papel y se puso a escribir. Hasta el alba, cuando hubo acabado de redactar su carta, no lo venció el sueño.

Tampoco Mathias durmió aquella noche, o casi. También él volvió a encender la luz, y como Antoine, hasta el alba, cuando hubo tomado ciertas resoluciones, no lo venció el sueño.

Capítulo 20

Aquel viernes, Emily y Louis llegaron tarde a la escuela. Habían tenido que zarandear a sus padres para arrojarlos de la cama. Y mientras veían los dibujos animados (con las carteras en la espalda, por si alguien tuviera la desfachatez de hacerles algún reproche), Mathias se afeitaba en su cuarto de baño y Antoine, hecho polvo, llamaba a McKenzie para prevenirle de que estaría en la agencia dentro de una media hora.

Mathias entró en su librería, escribió con rotulador en una hoja de papel Cansón: Cerrado todo el día, la pegó en la puerta de vidrio y volvió a salir enseguida.

Pasó por la agencia, y molestó a Antoine en plena reunión para forzarlo a prestarle su coche. La primera etapa de su periplo le hizo ir por la orilla del Támesis. Una vez estacionado en el aparcamiento de la torre Oxo, fue a sentarse en el banco que estaba frente a la escollera el tiempo de concentrarse.

Yvonne se aseguró de que no había olvidado nada y verificó de nuevo su billete. Aquella noche, en la estación Victoria, subiría en el tren de las dieciocho horas. Llegaría a Chatham cincuenta y cinco minutos más tarde. Volvió a cerrar su maletín negro, lo dejó en la cama y abandonó su estudio.

Con el corazón en un puño, bajó la escalera que llevaba a la sala; tenía una cita con Antoine. Era una buena idea partir aquel fin de semana. No habría soportado ver aquel gran desbarajuste en su restaurante. Pero la verdadera razón de aquel viaje, aunque su maldito carácter le prohibía confesárselo, venía más bien del corazón. Aquella noche, por primera vez, dormiría en el Kent.

Antoine miró su reloj al salir de la reunión. Yvonne debía de esperarlo desde hacía un cuarto de hora largo. Hurgó en el bolsillo de su traje, verificó que había un sobre y corrió a su cita.

Sophie estaba de perfil ante el espejo colgado en la pared de la trastienda. Acarició su vientre y sonrió.

Mathias miró una vez más las ondulaciones del río. Inspiró profundamente y abandonó el banco. Avanzó con paso decidido hacia la torre Oxo y atravesó el vestíbulo para entrevistarse con el ascensorista. El hombre escuchó atentamente y aceptó la generosa propina que Mathias le ofreció a cambio de un servicio que, no obstante, encontraba extraño. Después pidió a los pasajeros que tuvieran a bien apretujarse un poco hacia el fondo del ascensor. Mathias entró en la cabina, se situó frente a las puertas y anunció que estaba listo. El ascensorista apretó el botón.

Enya prometió a Yvonne que se quedaría allí todo el tiempo que duraran las obras. Velaría por que los obreros no estropearan su caja registradora. Ya era difícil de imaginar que a su vuelta nada sería igual, pero si su vieja máquina estuviera dañada, el alma de su pequeño restaurante se largaría con viento fresco.

No quiso ver los últimos dibujos que Antoine le presentó. Confiaba en él. Pasó detrás del mostrador, abrió un cajón y le tendió un sobre.

– ¿Qué es eso?

– ¡Lo verás cuando lo abras! -dijo Yvonne.

– ¡Si es un cheque, no pienso cobrarlo!

– Si no lo cobras, cojo dos botes de pintura y emborrono todo tu trabajo cuando vuelva. ¿Me has entendido bien?

Antoine quiso seguir la discusión, pero Yvonne le cogió el sobre y lo puso en su chaqueta.

– ¿Las coges o no? -dijo, agitando un manojo de llaves-. Quiero renovar la sala, pero mi orgullo sólo morirá conmigo, soy de la vieja escuela. Sé muy bien que nunca querrás que te pague tus honorarios; pero en todo caso, ¡mis obras, me las pago yo!

Antonio tomó las llaves de manos de Yvonne y le anunció que el restaurante era suyo hasta el domingo por la noche. Hasta el lunes por la mañana no tenía derecho a poner los pies allí.

– Por favor, señor, quite el pie de la puerta, ¡la gente se impacienta! -suplicó el ascensorista de la torre Oxo.

La cabina no había dejado aún la planta baja y, aunque el mozo del ascensor había intentado explicar la situación a los clientes, algunos ya no podían esperar a llegar a su mesa en el último piso.

– Estoy casi listo -dijo Mathias-, ¡casi listo!

Inspiró a fondo y encogió los dedos de los pies en los zapatos.