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Joseph Conrad

Nostromo

Título originaclass="underline" Nostromo

Traducción: Juan Mateos de Diego

"so foul a sky clears not without a storm"

Shakespeare

Nota del autor

Nostromo [1] es la novela elaborada con mayores angustias entre las más extensas, que pertenecen al período siguiente a la publicación del volumen de narraciones cortas, intitulado Typhoon.

No quiero decir que llegara entonces a tener conciencia de algún cambio inminente en mi mentalidad o en mi opinión sobre las tareas de mi vida de escritor. Tal vez no ha habido nunca cambio alguno, a no ser en ese algo misterioso y raro que no tiene nada que ver con las teorías del arte; un cambio sutil en la naturaleza de la inspiración, fenómeno del que de ningún modo puede hacérseme responsable. Lo que, a pesar de eso, me puso en algún apuro es que, después de terminar el último relato del volumen Typhoon, me pareció, no sé cómo, haber agotado la materia y que en el mundo no quedaba ya nada de que escribir.

Este humor, extrañamente negativo y perturbador a la vez, se prolongó por algún tiempo; y después, como me ha ocurrido con muchas de mis novelas más largas, se me ofreció la primera sugestión para escribir Nostromo en la forma de una anécdota cogida al vuelo y enteramente desprovista de incidentes de importancia.

El hecho es que en 1875 ó 1876, siendo todavía muy joven, y hallándome en las Indias Occidentales, o más bien en el Golfo de México, pues mis contactos con tierra eran breves, pocos y pasajeros, oí la historia de cierto individuo al que se atribuía haber robado por sí solo toda una gabarra llena de plata en un punto del litoral de Tierra Firme, durante los trastornos de una revolución.

El caso presentaba a primera vista cierto carácter hazañoso. Pero no recogí pormenores, y, no inspirándome especial interés el crimen en cuanto crimen, no era probable que lo conservara en mi memoria. Y en efecto lo olvidé, hasta que, veintiséis o veintisiete años más tarde, acerté a dar con el mismo asunto en un mugriento volumen, cogido al azar a la entrada de una librería de viejo.

Era la biografía de un marinero americano, escrita por él mismo con la ayuda de un periodista. Durante sus viajes, el narrador y héroe de la historia había servido algunos meses a bordo de una goleta, cuyo patrón y dueño era el ladrón del relato oído en los primeros días de mi mocedad. De la identidad del personaje no me cabe la menor duda, porque difícilmente pueden darse dos hazañas de tan singular índole en la misma parte del mundo, y ambas relacionadas con una revolución sudamericana.

El autor de la fechoría había logrado con maña robar una gabarra cargada de barras de plata, abusando, según parece, de la confianza depositada en él por sus amos, que debieron de ser muy poco perspicaces para conocer el carácter de sus dependientes. En la historia del marinero se le describe como un pillo redomado, fullero, estúpidamente feroz, retraído, de ruin aspecto y enteramente indigno del ascendiente que la ocasión de perpetrar aquel robo le había procurado. Lo más curioso es que se jactaba de ello con el mayor descaro.

Solía decir:

– La gente se figura que he ganado una fortuna con esta mi goleta. Pero todo ello no vale nada, ni me importa un comino. De cuando en cuando hago una escapada muy tranquilamente y saco una barra de plata. Necesito enriquecerme poco a poco, ¿comprendes?

Hay además otro lado curioso sobre el modo de pensar del hombre. En cierta ocasión, durante un altercado, el marinero le dijo en son de amenaza:

– ¿Y si se me antojara referir en tierra lo que usted me ha contado acerca de esa plata?

El cínico rufián se quedó tan fresco, y hasta se echó a reír.

– ¡Ah, imbécil! -le respondió-. Si te atreves a decir eso de mí en tierra, recibirás una puñalada por la espalda. No hay en ese puerto hombre, ni mujer, ni muchacho, que no sea amigo mío. Y ¿quién podrá probar que la gabarra no se hundió? Yo no te he dicho dónde está escondida la plata; ¿no es así? Por consiguiente no sabes nada positivo. Supongamos que yo hubiera mentido. Y entonces ¿qué?

Al fin el marinero, disgustado de la sórdida ruindad de aquel ladrón impenitente, desertó de la goleta. El episodio entero ocupa unas tres páginas de su autobiografía. Nada hay que decir respecto a ésta; pero, al repasar su contenido, la curiosa confirmación de las pocas palabras, oídas casualmente en mi primera juventud, evocó los recuerdos de aquella época lejana, cuando todo era tan nuevo, tan sorprendente, tan romántico, tan interesante: retazos de costas extrañas a la luz de las estrellas, sombras de montañas en pleno sol, pasiones de los hombres en la oscuridad, charlas medio olvidadas, semblantes que se ponían tétricos. Quizá, quizá queda todavía en el mundo algo de que escribir.

Con todo, en un principio no descubrí nada de particular en la historia escueta. Un bribón roba una gran cantidad de cierta mercancía preciosa, así lo dice la gente. Podrá ser verdad o mentira, y sea como fuere, no tiene valor en sí mismo. Inventar un relato circunstancial del robo no me seducía, porque mis facultades y dotes de escritor no me llevan por ese camino; ni creo que el asunto valiera la pena. Sólo cuando vislumbré que el ladrón del tesoro no necesitaba ser precisamente un consumado canalla, cabiendo muy bien que poseyera grandes dotes de carácter y que hubiera intervenido como actor y víctima eventual en las tornadizas escenas de una revolución; entonces solamente fue cuando tuve la primera visión vaga de un país que había de convertirse en la provincia de Sulaco con su elevada y sombría Sierra y su brumoso Campo para servir de mudos testigos de acontecimientos ocasionados por las pasiones de hombres incapaces de distinguir claramente el bien del mal.

Tales son en puridad los oscuros orígenes de la novela Nostromo. Desde ese momento, a lo que supongo, quedó decretado que había de existir. Sin embargo, aun entonces vacilé, instigado por las sugestiones del instinto de propia conservación, que me retraía de aventurarme en un viaje largo y penoso a un país lleno de intrigas y revoluciones. Pero no había remedio: tenía que hacerse.

La ejecución del proyecto me llevó la mejor parte de los años 1903 y 1904; no sin bastantes intervalos de renovadas vacilaciones, temiendo perderme en los panoramas cada vez más dilatados que se abrían ante mí, al paso que me adentraba más y más en el conocimiento de la región y sus moradores. A menudo también, cuando creía haber llegado a un punto de parada en la marcha de los enmarañados asuntos de la República, hacía la maleta (hablando en sentido figurado) y escapaba de Sulaco para mudar de aires y escribir algunas páginas de Mirror of the sea.

Mas en general, como he dicho antes, mi permanencia en el Continente de la América Latina, famosa por su hospitalidad, duró cerca de dos años. A mi regreso hallé (para decirlo en el estilo del capitán Gulliver) a toda mi familia sin novedad, a mi mujer muy contenta de ver pasado el enojoso trance, y a mi muchachito muy crecido durante mi ausencia.

La principal autoridad que he utilizado en la historia de Costaguana es, por supuesto, mi venerado amigo, el difunto don José Avellanos, representante acreditado de dicha república cerca de los gobiernos de Inglaterra y España, etc., en su imparcial y elocuente Historia de Cincuenta Años de Desgobierno. Esta obra no se ha publicado nunca -el lector llegará a saber la causa de ello- y en realidad soy yo la única persona del mundo que está enterada de su contenido. Me lo he asimilado en no pocas horas de seria meditación, y espero que mi esmerada fidelidad en exponer la verdad de los hechos ha de merecer confianza. Para mi justificación y para disipar recelos de los futuros lectores, me complazco en indicar que las escasas alusiones históricas no han sido traídas por los cabellos con intención de ostentar mi erudición, en ese punto única; antes bien se citan porque todas y cada una se hallan estrechamente relacionadas con la realidad de los tiempos, y o bien arrojan luz sobre la naturaleza de los sucesos corrientes, o bien ejercen una influencia directa sobre la suerte de las personas que salen en mi relato.

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[1] Con este nombre, corrupción de Nostramo, designaban los europeos, especialmente ingleses, siguiendo la errónea pronunciación de un compatriota suyo, al protagonista de este relato. (N. del T.)