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– Pues a mi no logra trastornarme.

La signora Teresa recobró el habla.

– Es lo que yo digo. No tienes corazón… ni conciencia tampoco, Gian Battista.

Oyéronle dar vueltas con la yegua, alejándose del postigo. La cuadrilla que capitaneaba se había puesto a charlar acaloradamente en italiano y español, excitándose unos a otros a la persecución. El se puso a su cabeza, gritando: ¡Avanti!

– ¡Qué pronto nos abandona! ¡Ya se ve! Como aquí no puede ganarse elogios de los extranjeros… -comentó en tono trágico la signora Teresa-. ¡ Avanti! ¡Sí! Eso es lo que a él le entusiasma. Ser el primero en todas partes y de cualquier modo…, ser el primero para esos ingleses, que andan presentándole a todo el mundo diciendo: " ¡Este es Nostromo!" (Y prorrumpió en una carcajada sarcástica.) ¡Nostromo! ¡Que nombre más estrafalario! ¿Qué es eso de Nostromo? ¡Y se conforma con que le den ese nombre, que ni siquiera es de su lengua!

Entretanto Giorgio había estado desatando la puerta, después de retirar con gran calma los obstáculos que formaban la barricada; cuando la abrió, una oleada de luz envolvió a la signora Teresa y sus dos hijas acurrucadas a un lado y otro; así iluminadas, ofrecieron a la vista un grupo escultórico, en que la primera aparecía como la encarnación del amor maternal exaltado. A su espalda la pared deslumbrada de blancura, mientras los crudos colores de la litografía de Garibaldi palidecieron al influjo de la luz solar.

El viejo Viola, en la puerta, levantó el brazo, como refiriendo sus rápidos y fugaces pensamientos a la imagen de su antiguo jefe, colgada del muro. Aun en los momentos en que preparaba la comida para los signori inglesi -los ingenieros (sus guisos gozaban de gran fama, a pesar de las malas condiciones de la cocina)-, aun entonces estaba, por decirlo así, bajo de la mirada del gran hombre que había sido su caudillo en una lucha gloriosa, en la que, al pie de los muros de Gaeta, hubiera muerto para siempre la tiranía, a no ser por la maldita raza piamontesa de reyes y ministros.

Cuando a veces se quemaba una sartén durante la delicada operación de freír picadura de cebolla, y el viejo salía por el portal huyendo de los acres hedores del humo, jurando y tosiendo con violencia, sacaba a relucir el nombre de Cavour -el archi-intrigante vendido a los reyes y a los tiranos-, envuelto en las imprecaciones que lanzaba contra las criadas del servicio general de la cocina, y contra el bárbaro país en que se veía forzado a vivir por amor a la libertad, estrangulada por aquel traidor.

Entonces la signora Teresa salía por otra puerta, avanzando majestuosamente y solícita, movía su elegante cabeza expresando grave contrariedad, abría los brazos y exclamaba en tono alto y sentido:

– ¡Giorgio! ¡Qué geniazo de hombre! ¡ Misericordia Divina! ¡Salir al aire libre con un sol como éste! Te pondrás enfermo.

Mientras así clamoreaba, las gallinas huían ante ella en todas direcciones a grandes zancadas. Si por acaso había en el hotel algunos ingenieros ingleses, de residencia en Sulaco, aparecían una o dos caras jóvenes en la sala de billar, que ocupaba un extremo de la casa; pero en el otro extremo, en el café, Luis el mulato se guardaba muy bien de asomar. Las criadas indias, desgreñadas, las negras melenas flotando al viento, en camisa y enaguas cortas, erguidas las frentes surcadas por líneas en ángulo recto, se quedaban extáticas, escuchando con mirada inerte.

El rumoroso chirrido de la grasa cesaba, el humo subía en parda nube bañada de sol, y un fuerte olor a cebolla quemada se difundía por el ambiente cálido y somnoliento de los alrededores de la casa.

Ante la padrona dilataba su extensión una pradera que se prolongaba sin término hacia el oeste, como si la llanura tendida entre la sierra que campeaba sobre Sulaco y la remota cordillera en dirección a Esmeralda abarcara medio mundo.

Después de una pausa impresionante, la signora Teresa reanudaba sus recriminaciones.

– Ea, Giorgio, deja en paz a Cavour y cuida un poco más de tu salud, sobre todo ahora que estamos perdidos en este país, solos con dos niñas; y todo porque tú no puedes sufrir el gobierno de un rey.

Y mientras miraba a su esposo, se llevaba alguna vez apresuradamente la mano al costado con una leve contracción de sus finos labios y frunciendo las negras cejas de recto trazado, como si un dolor agudo o un impulso de ira perturbaran la hermosa regularidad de sus facciones.

Era dolor lo que sentía, y ella dominó sus manifestaciones. La había acometido por primera vez a los pocos años de haber dejado Italia para emigrar a América y establecerse en Sulaco, después de peregrinar de ciudad en ciudad, probando fortuna con tenduchos, y hasta en cierta ocasión con una pesquería establecida en Maldonado, porque Giorgio, como el gran Garibaldi, había sido marino en su mocedad.

A veces le faltaba paciencia para soportar el dolor. Por espacio de años sus punzadas la habían robado el sosiego para contemplar el paisaje formado por la masa de agua del puerto, protegida por los fragosos estribos de la sierra, y hasta la habían hecho pesada y tétrica la luz del sol. ¡Cuan distinto era éste del de su juventud, cuando Giorgio, ya en edad madura, la había cortejado con apasionada gravedad en las márgenes del golfo de Spezzia!

– Entra ahora mismo, Giorgio -le ordenó-. Es para pensar que no te apiadas de mí, teniendo como tengo que atender a tres signori inglesi, que se hospedan en casa.

– Va bene, va bene -solía murmurar el increpado.

Giorgio obedeció. Los signori inglesi necesitaban tomar sin dilación su refección meridiana, y el padrone prestó su ayuda. Entonces solía contar sus hazañas de soldado en la banda de invencibles libertadores, que habían hecho huir a los mercenarios de la tiranía, como broza barrida por el huracán… ¡un uragano temibile! Pero de esto hacía ya muchos años, antes de casarse y tener hijos, y antes que la tiranía hubiera alzado de nuevo su cabeza entre los traidores, que habían encarcelado a Garibaldi, su héroe.

En la fachada de la casa se abrían tres puertas; y todas las tardes podía verse al garibaldino en una u otra, con su profusa melena de cabello blanco, los brazos cruzados, una pierna doblada por delante de la otra, apoyando la leonina cabeza contra el dintel y los ojos fijos en las frondosas vertientes de las colinas, coronadas por la nevada cima cupuliforme del Higuerota.

El frontis del hotel proyectaba un negro y prolongado cuadrángulo de sombra, que se ensanchaba gradualmente en el removido camino de carreteras. Por entre los claros, abiertos en los setos de adelfa, el ramal secundario del ferrocarril del puerto, tendido provisionalmente a ras del suelo en la llanura, desplegaba en amplia curva sus brillantes cintas paralelas sobre una faja de hierba seca y agostada, en un espacio de sesenta metros al extremo de la casa.

Al caer la tarde los camiones de los trenes contorneaban, vacíos de material, el sombrío y frondoso arbolado de Sulaco, y seguían con una ligera ondulación, lanzando blancos penachos de humo sobre la llanura hacia la casa Viola, en su camino a los cercados del ferrocarril. Los conductores italianos le saludaban desde sus puestos levantando la mano, mientras los negros que hacían de guardafrenos permanecían sentados, fija la mirada en la vía, y las anchas alas de sus sombreros aleteando al impulso del viento. Giorgio correspondía a la amistosa demostración de sus paisanos con un leve movimiento de cabeza, sin descruzar los brazos.

No era esa la postura que tenía en el día memorable de la revuelta; su mano empuñaba entonces el cañón de la escopeta, apoyada en el umbral, y ni siquiera una vez dirigió la mirada al blanco domo del Higuerota, cuya fría pureza parecía aislada de la cálida tierra circundante. Los ojos del garibaldino registraban con curiosidad la llanura.