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Una última condición. No vengas a mi entierro. Al día siguiente de que leas esta carta la noticia de mi muerte será pública. Tardarán aún uno o dos días más en enterrarme. Pensarás que tienes tiempo de venir a Madrid para asistir a la ceremonia. Pero no vengas. No habrá nada que pudiera interesarte, y sí algunas cosas que estropear. Como ves, dejaré que me metan en tierra, para que los gusanos se indigesten con mi carne de perro. Renuncio a nuestra vieja fe en la incineración, y a que esparzan mis cenizas en alguno de los lugares que amamos. Me enterrarán en un cementerio pulcro e inhóspito, en el que nunca estuvimos. ¿Te queda alguna duda de que no debes venir? No, hermano, yo no voy a estar y tú tampoco estarás, porque ese espectáculo de mierda no va a ser asunto nuestro.

Creo que está todo dicho, y me refiero a todo lo que pudiera no ser obvio antes de que empezaras a leer estas líneas. Queda algo que no necesito explicarte, que es ahora como fue siempre. Olvida todo lo que acabo de escribir si crees de corazón que no te servirá de nada hacer lo que te pido. Lo que hagas, hazlo por ti, hermano. Sólo eso, y sea lo que sea lo que decidas, colmará todos mis deseos.

Volví a doblar las cuartillas y las metí en el sobre. Pensé en Claudia. Y tuve miedo, al fin aquel miedo triste y turbio que llevaba un año esperando.

3 .

Si el mundo es una cuestión de flores e insectos, yo nunca he tenido pétalos

Llegó por la tarde, cuando el sol empezaba a declinar. Todavía quedaban un par de horas de día y de luz, pero de esa luz engañosa en la que se notan menos los fallos del cutis y quizá también del alma. Primero fue al pueblo y me telefoneó desde allí. Probablemente quería asegurarse de que estaría en la escalinata de la entrada para verla irrumpir en el aparcamiento, sortear con temeridad un par de obstáculos y clavar el todoterreno a medio metro de unos arbustos. Pero sobre todo, para que pudiera admirarla mientras descendía de la altura de su máquina, afectando delicadeza en el modo de tender la pierna hacia el suelo, exhibiendo en toda su maligna perfección su pantorrilla vestida de seda blanca. Vino hacia la entrada, sin prisa, oscilando suavemente, desperdiciando dulzura y teatro dentro de su traje de lino, mirándome sonriente bajo el filo de un anacrónico sombrero de verano. Yo cumplí dócilmente mi papel, erguido en mi pobre y sucio uniforme de enfermero, sobre el que me había puesto un veterano jersey azul para hacer más abrupto y ventajoso para ella el contraste. Pero no quise premiar su aparición con la menor señal de estupor. Conocía de sobra aquellos trucos suyos, y también los había previsto. Podían morir todos a su alrededor, podía venirse el cielo abajo, pero eso no era ni remotamente suficiente para que ella variase sus hábitos. Sin embargo, por encima y más allá de sus artes menores, y sin que éstas lograran más que casualmente agravarla, Claudia se mostraba ante mí armada con su terrible belleza inconsciente, aquella que debía a mis lejanas imprudencias y a la nunca extinguida tortura de su recuerdo. Las erosiones sufridas en el largo intervalo que habíamos estado sin vernos, con ser muchas y perceptibles, no podían bastar para contrarrestar esa belleza. De modo que, en cualquier caso, hube de aguardarla vacilante y un tanto impedido, sin acertar a negarle resueltamente mi homenaje.

Subió los escalones de puntillas, como lo hacía la comedida señorita que su esmerada educación le había enseñado a ser y ella había aprendido a sacudirse de encima cuando le venía en gana. Cuando hubo llegado al penúltimo peldaño se detuvo e irguió el cuello al tiempo que entrecerraba los ojos y ladeaba ligeramente la cara. Puse mis labios sobre aquella mejilla y me llevé, al retirarme de ese frío intercambio, un leve jirón de aroma de jazmines. Habría podido o habría querido abrazarla, sin pensar, como si ella hubiera sido cualquier mujer y yo cualquier hombre hambriento de calor. Pero la deliberada exhibición que, gracias al desnivel, me ofrecía su escote, asociada por alguna ruda conexión subterránea a diversas formas de desaliento, me disuadió violentamente. Adivinándome, no sé si con su astucia de loba o de mujer, Claudia sintió la necesidad de quebrar el silencio, a cuya confusa acumulación de signos había abandonado hasta entonces el encuentro.

– ¿Así me recibes? -protestó, frunciendo el ceño-. Después de diez años. Esperaba que te emocionarías, al menos.

La observé fijamente, midiendo la pérdida de brillo en sus ojos, la huida de la firmeza de sus facciones, la sutil atenuación de la dureza de sus hombros. Sentí que algo trataba de derramarse entre mis párpados y me apresuré a contestar, con indiferencia:

– Estoy muy emocionado. ¿Y tú?

Claudia dio un respingo, subió el último escalón y mientras se encaminaba hacia la puerta, dejándome atrás, concedió bruscamente:

– Por supuesto.

Conservaba los reflejos, pero a mí me dolía demasiado verla para dejar que se me escurriese.

– ¿Adónde vas? -la detuve, cuando ya se disponía a entrar en el vestíbulo. Lo dije sin fuerza, con curiosidad.

Claudia se giró y me dirigió una mirada furibunda.

– Supongo que tendrás algún agujero ahí dentro -explicó-. Supongo que me darás algo de beber y dejarás que me siente. He hecho doscientos kilómetros para venir a que me insultes. Proporcióname al menos alguna comodidad.

Traté de convencerme de que no me jugaba nada, de que no era ella, la Claudia a la que antaño me había rendido con torpeza e indignidad. Pausadamente, sin esforzarme en detallarle motivos, le aclaré:

– Sí tengo un agujero. Pero tú no puedes entrar allí. Podemos pasear por los jardines del balneario, por el campo o por el pueblo si es que prefieres que vayamos allí. Dentro de poco es posible que tengas frío. Entonces podemos refugiarnos en algún bar en el pueblo o puedo dejarte alguna prenda de abrigo para seguir paseando. Pero no iré ahí dentro contigo. Esas son mis condiciones, y sólo puedes tomarlas o dejarlas, aunque repugne a tus costumbres.

Claudia me observó durante un par de segundos, ostentosamente atónita. Luego se rehízo y masculló:

– Deberías verte, Juan. Das mucha lástima y un poquito de asco, defendiendo nada con ese orgullo pasado de fecha. ¿Quieres castigarme? Está bien, adelante. Vamos adonde quieras y puedan hacerme un café. Ya pasearás solo cuando me largue.

– Tendremos que ir en tu coche. Yo no tengo -informé, manteniendo a base de un par de cálculos viciados la calma y la distancia.

Bajó corriendo los escalones y se dirigió hacia su vehículo, sin mirarme. Cuando llegué, el motor estaba en marcha y la puerta del copiloto abierta. Trepé y me introduje inhábilmente en el habitáculo. Arrancó casi sin darme tiempo a cerrar la portezuela. Mientras atravesaba de volantazo en volantazo la explanada del aparcamiento, me requirió:

– Tú dirás.

La guié hasta un mesón, a la entrada del pueblo. A aquella hora era seguramente el sitio menos concurrido y disponía de las comodidades indispensables. No era muy sucio, no era muy limpio, y yo no solía frecuentarlo. Aunque esta última era una previsión ruin, no quise dejar de hacerla. No era improbable que después de estar allí con Claudia reuniera unas cuantas razones para no volver. Durante el trayecto procuré no abandonarme a la tentación de contemplarla, en aquella cercanía extraña y tensa. Le dediqué fugaces miradas de reojo, mientras ella permanecía atenta a la carretera. Siempre se había maquillado con maestría, difuminando los contornos de cada color para hacerlo decaer gradualmente hasta el tono de su piel. Pude advertir que conservaba el arte y que éste, aplicado a aquella carne ablandada, resultaba tierno y frágil, más conmovedor que antaño. Pero algo más que la frialdad de su mirada me defendía de aceptar sin trámite esta clase de espejismos. Si Claudia había sufrido algo que la hacía apta para suscitar emociones sin sospecha, tendría que demostrarlo de un modo menos equívoco.