Capítulo 8
Lynley acababa de empezar su guisado de carnero cuando la sargento Havers entró en la taberna. En el exterior, la temperatura había empezado a bajar y el viento a levantarse, de modo que Havers había reaccionado de la forma adecuada: se había enrrollado tres veces al cuello una bufanda, mientras la otra le tapaba la boca y la nariz. Parecía un bandido islandés.
Se detuvo en el umbral y sus ojos escrutaron la considerable (y ruidosa) multitud que se había congregado para comer bajo la colección de guadañas, azadas y horcas antiguas que decoraban las paredes de la taberna. Cabeceó en dirección a Lynley cuando le vio y caminó hacia la barra, donde se despojó de sus capas exteriores de ropa, pidió la comida y encendió un cigarrillo. Con una tónica en una mano y una bolsa de patatas en la otra, se abrió camino entre las mesas y se reunió con él en el rincón. El cigarrillo colgaba de sus labios, mientras iba acumulando ceniza.
Dejó caer el abrigo y las bufandas en el banco, al lado de Lynley, y se derrumbó en una silla frente a él. Dirigió una mirada de irritación al altavoz situado sobre sus cabezas, que difundía en aquel momento Killing me softly por Roberta Flack, a un volumen espeluznante. A Havers no le hacían ninguna gracia las nostalgias musicales.
– Es mejor que Guns and Roses * -dijo Lynley, por encima del fragor creado por música, conversaciones y tintineo de vasos.
– Apenas -replicó Havers.
Abrió la bolsa de patatas con los dientes y dedicó los siguientes segundos a masticar, mientras el humo de su cigarrillo mancillaba la cara de Lynley.
Este la miró de manera significativa.
– Sargento…
La mujer frunció el ceño.
– Ojalá se diera al vicio de nuevo. Nos llevaríamos mejor.
– Pues yo pensaba que avanzábamos cogidos del brazo alegremente hacia la jubilación.
– Sí que avanzamos, pero, de alegrías, ni hablar.
Apartó el cenicero. El humo fluctuó hacia una mujer de cabello azulado, en cuya barbilla crecían seis notables pelos. Fulminó a Havers con la mirada, desde la mesa que compartía con un perro gales de tres patas y un caballero que no se encontraba en mucho mejor estado. Havers masculló una excusa, dio la última calada al cigarrillo y lo apagó.
– ¿Y bien? -preguntó Lynley.
Havers se quitó una brizna de tabaco de la lengua.
– Dos vecinos ratifican su historia por completo. La mujer de al lado… -sacó el bloc del bolso y pasó las páginas-, una tal señora Stanford…, señora de Hugo Stanford, insistió, y deletreó el apellido por si yo no había pasado del parvulario. La vio cargando el maletero del coche a eso de las siete de la mañana de ayer. Con mucha prisa, subrayó la señora Stanford, preocupada porque, cuando salió a buscar la leche, saludó a Sarah y esta no la oyó. Después… -dio la vuelta al bloc para leerlo de lado-, un tipo llamado Norman Davies, que vive al otro lado de la carretera. También la vio salir a toda pastilla en su coche alrededor de las siete. Se acuerda porque estaba paseando a su perro y el chucho hizo sus necesidades en la calzada, en lugar de la calle. Nuestro Norman estaba hecho una furia. No quería que Sarah pensara que permitía al señor Jeffries, el perro, ensuciar el camino peatonal. De entrada, lamentó que cogiera el coche. No es bueno para ella, insistió en informarme. Necesita volver a pasear. Antes siempre andaba. ¿Qué le habrá pasado a la muchacha? ¿Qué está haciendo en el coche? Tampoco le gustó mucho su coche, por cierto. Se burló y dijo que el conductor está arrojando el país en manos de los árabes que controlan el petróleo, olvidándose del mar del Norte. Muy locuaz. Tuve suerte al poder huir antes de la hora de comer.
Lynley cabeceó, sin contestar.
– ¿Qué ocurre? -preguntó la sargento.
– No estoy seguro, Havers.
Calló mientras una chica ataviada como una lechera de Richard Crick depositaba la comida de Havers sobre la mesa. Consistía en bacalao, guisantes y patatas fritas, que la sargento regó con abundante vinagre, mientras contemplaba a la camarera.
– ¿No deberías estar en la escuela? -preguntó.
– Soy mayor de lo que aparento -replicó la muchacha. Llevaba un botón granate en la fosa nasal derecha.
Havers resopló.
– Muy bien.
Clavó el tenedor en el pescado. La chica desapareció con un revoloteo de sus enaguas. Havers reanudó la conversación, enlazando con el último comentario de Lynley.
– Eso no me gusta, inspector. Tengo la sospecha de que tiene a Sarah Gordon entre ceja y ceja. -Levantó la vista de la comida, como si esperase una respuesta. Lynley continuó en silencio-. Supongo que es por aquel rollo de santa Cecilia. En cuanto descubrió que era artista, decidió que había alterado la posición del cuerpo inconscientemente.
– No. No es eso.
– ¿Pues qué?
– Estoy seguro de que la vi anoche en St. Stephen. Y no me lo explico.
Havers bajó el tenedor. Bebió un poco de tónica y se pasó una servilleta de papel sobre la boca.
– Muy interesante. ¿Dónde estaba?
Lynley le habló de la mujer que había salido de las sombras del cementerio mientras él miraba por la ventana.
– No la vi con claridad -admitió-, pero el cabello es igual. Y el perfil. Podría jurarlo.
– ¿Qué haría allí? Usted no se aloja cerca de la habitación de Elena Weaver, ¿verdad?
– No. El Patio de la Hiedra lo utilizan los profesores. Casi todo son estudios, donde los profesores trabajan y llevan a cabo las evaluaciones.
– ¿Qué haría…?
– Imagino que las habitaciones de Anthony Weaver están allí, Havers.
– ¿Y…?
– Si tal es el caso, y lo comprobaremos después de comer, doy por sentado que fue a verle.
Havers ensartó una generosa ración de guisantes y patatas, y las masticó con aire pensativo.
– ¿No nos estamos saltando algo, inspector? ¿No será que vamos de la A a la Z, olvidándonos de las demás letras?
– ¿A quién, si no, habría ido a ver?
– ¿Qué le parece cualquier persona del College? Mejor aún, ¿y si no era Sarah Gordon? Alguien de cabello oscuro. Pudo ser Lennart Thorsson, si no le daba bien la luz. El color no es el mismo, pero tiene pelo suficiente para dos mujeres.
– Era alguien que no quería ser visto. Aunque fuera Thorsson, ¿por qué tenía que esconderse?
– ¿Y por qué ella, a ese respecto? -Havers concentró su atención en el pescado. Cogió un trozo, masticó y apuntó el tenedor en su dirección-. Muy bien, le seguiré la corriente. Digamos que el estudio de Anthony Weaver está allí. Digamos que Sarah Gordon fue a verle. Dijo que le había tenido como estudiante; por lo tanto, sabemos que le conocía. Le llamaba Tony; digamos que le conocía bien. Ella lo admitió. ¿Qué tenemos, pues? Sarah Gordon fue a ofrecer unas palabras de consuelo a su antiguo estudiante, un amigo, por la muerte de su hija. -Dejó el tenedor sobre el borde del plato y procedió a destruir su anterior argumentación-. Solo que ignoraba la muerte de su hija. No sabía que el cadáver era el de Elena Weaver hasta que nosotros se lo dijimos.
– Y aunque supiera quién era y nos mintiera por algún motivo, si quería ofrecer sus condolencias a Weaver, ¿por qué no fue a su casa?
Havers ensartó una patata goteante.
– De acuerdo. Cambiemos la historia. Quizá Sarah Gordon y Anthony, Tony, Weaver hayan echado un polvo de vez en cuando. Ya sabe a qué me refiero. La mutua pasión por el arte conduce a la mutua pasión del uno por el otro. El lunes por la noche se habían citado. Ya tiene el motivo de su sigilo. No sabía que se había tropezado con el cadáver de Elena Weaver, y vino a echar el polvo de costumbre. Considerando la situación, Weaver carecía de lucidez para telefonearla y cancelar la sesión, así que Sarah fue a sus habitaciones, si es que son sus habitaciones, y descubrió que no estaba.