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– Por supuesto que no. Escucha, no quiero hablar de ello, y punto. Así de claro.

Melinda encajó un espeso mechón de pelo detrás de una oreja.

– Te arrepientes, ¿verdad?

– No.

– Sí. Había que hacerlo, pero deseabas evitarlo. Preferías que te creyeran una solterona. No querías dar el paso. No querías exponer la verdad.

– Eso no es cierto.

– O quizá confiabas en curarte. Despertarte una mañana y, ¡zas!, ser normal. Expulsar a Melinda de la cama y dejar sitio a algún tío. Papá y mamá no se enterarían de nada.

Rosalyn levantó la vista. Vio que los ojos de Melinda brillaban y que sus mejillas se habían teñido de carmín. Siempre la intrigaba que una mujer tan bella e inteligente fuera al mismo tiempo tan insegura y miedosa.

– No pienso abandonarte, Melinda.

– Te gustaría un hombre, ¿verdad? Ojalá pudieras conseguir uno. Si pudieras ser normal. Te gustaría. Lo preferirías. ¿No es cierto?

– ¿Y a ti? -preguntó molesta Rosalyn. Se sentía terriblemente cansada.

Melinda lanzó una carcajada, aguda y sonora.

– Los hombres solo sirven para una cosa y ni siquiera los necesitamos ya para eso. Basta con conseguir un donante y puedes fecundarte en el lavabo de tu casa. Ya lo están haciendo. Lo he leído en algún sitio. Dentro de unos siglos, se producirán espermas en los laboratorios y los hombres se extinguirán.

Rosalyn sabía que era más prudente callar cuando el fantasma del abandono se cernía sobre Melinda. Estaba cansada y desanimada. Había soportado una sesión maratoniana de sentimiento de culpabilidad con sus padres, en especial para complacer a su amante, y se sentía como la mayor parte de la gente cuando descubre que ha sido manipulada con el fin de actuar de una forma que, en otras circunstancias, habría evitado: resentida.

– Yo no odio a los hombres, Melinda -contestó, sin pararse a reflexionar-. Nunca lo he hecho. Si tú los odias, es tu problema, pero no es el mío.

– Oh, los hombres son una pocholada. Todos son buenos chicos. -Melinda se levantó y caminó hacia el escritorio de Rosalyn. Cogió una hoja de papel naranja y la agitó-. Esto ha circulado hoy por toda la universidad. Te he guardado uno. Los hombres son así, Ros. Échale un vistazo, si tanto te gustan.

– ¿Qué es?

– Míralo.

Rosalyn se puso en pie, se frotó los hombros doloridos por la mochila y cogió la hoja. Era un panfleto. Entonces, vio el nombre impreso en grandes letras negras, bajo una fotografía granulosa: «Elena Weaver». Y luego otra palabra: «Asesinada».

Un escalofrío recorrió su espina dorsal.

– Melinda, ¿qué es esto?-preguntó.

– Lo que ha ocurrido aquí mientras mamá, papá y tú charlabais en Oxford.

Rosalyn se encaminó con el papel hacia la vieja mecedora. Contempló la fotografía, el rostro tan conocido, la sonrisa, el diente partido, la larga melena. Elena Weaver. Su principal competidora. Corría como un dios.

– Está en «Liebre y Sabuesos» -dijo Rosalyn-. Yo la conozco, Melinda. He estado en su habitación. He…

– La conocías, querrás decir.

Melinda le arrebató el papel, lo arrugó y lo tiró a la papelera.

– ¡No lo tires! ¡Déjame verlo! ¿Qué ha pasado?

– Ayer por la mañana fue a correr junto al río. Alguien la mató cerca de la isla.

– ¿Cerca de… la isla Crusoe? -Rosalyn notó que su corazón se aceleraba-. Mel, eso es…

Un recuerdo súbito, espontáneo, enredado en el tejido de su conciencia, como una sombra transformada en sustancia, como el fragmento de una canción.

– Melinda, he de llamar a la policía.

Melinda palideció, sin relación con el empleo que Rosalyn pretendiera dar a la información sobre Elena Weaver. La comprensión se abrió paso en su mente.

– La isla. Has corrido por esa zona durante este trimestre, ¿verdad? Justo junto al río. Como esa chica. Rosalyn, prométeme que no volverás a correr. Júralo, Ros. Por favor.

Rosalyn recogió su bolso del suelo.

– Vamonos -dijo.

Por lo visto, Melinda comprendió de repente la intención oculta tras la decisión tomada por Rosalyn de hablar con la policía.

– ¡No! -dijo-. Ros, si viste algo… Si sabes algo… Escúchame, no puedes hacerlo. Ros, si alguien descubre… Si alguien averigua que viste algo… Por favor, hemos de pensar en las consecuencias. Hemos de reflexionar sobre esto. Porque, si viste a alguien, quizá ese alguien también te vio a ti.

Rosalyn ya había llegado a la puerta. Se subió la cremallera de la chaqueta.

– ¡Rosalyn, por favor! -gritó Melinda-. ¡Reflexionemos!

– No hay nada que reflexionar -contestó Rosalyn, y abrió la puerta-. Quédate, si quieres. No tardaré.

– ¿Adónde vas? ¿Qué vas a hacer? ¡Rosalyn! Melinda corrió detrás de ella como una posesa.

Después de pasar por las habitaciones de Lennart Thorsson en St. Stephen y descubrir que no había nadie, Lynley se dirigió en coche a casa del profesor, en las inmediaciones de Fulbourn Road. Se encontraba en una zona que no respondía a la imagen marxista y canaille de Thorsson, porque el pulcro edificio de ladrillo, con su impecable tejado, estaba en una urbanización relativamente nueva, en una calle llamada Ashwood Court. Dos docenas de casas de un diseño similar surgían en lo que tiempo atrás habían sido tierras de cultivo. Cada una tenía una extensión de césped delante, un jardín vallado en la parte posterior y un árbol raquítico, tal vez plantado con la esperanza de crear un barrio que respondiera a las expectativas de los nombres de calles elegidos por el constructor: Maple Close, Oak Lane, Paulownia Court. *

Lynley había esperado encontrar la residencia de Thorsson en un entorno más acorde con la filosofía política que pregonaba; tal vez en las casas cercanas a la estación ferroviaria, o en un piso mal iluminado situado sobre algún comercio de la ciudad. Desde luego, no esperaba localizar su dirección en un barrio de clase media, con las calles y caminos particulares invadidos por Metro y Fiesta, y de calzadas tomadas por triciclos y juguetes.

La casa de Thorsson, en el extremo oeste del callejón sin salida, era idéntica a la de su vecino, dispuesta en ángulo respecto a la otra casa; cualquiera que mirara desde una ventana delantera, estuviera arriba o abajo, observaría sin obstáculos los movimientos de Thorsson. No resultaría difícil distinguir la llegada de la ida para alguien que mirara durante unos cuantos segundos. Por lo tanto, era imposible equivocarse respecto al apresurado regreso de Thorsson a su casa a las siete de la mañana.

No se veían luces en la casa del profesor desde la calle, pero Lynley tocó el timbre de la puerta varias veces. Sonó a hueco detrás de la puerta cerrada, como si la casa careciera de muebles o alfombras que absorbieran el sonido. Retrocedió y escudriñó las ventanas de arriba, por si detectaba signos de vida. No distinguió ninguno.

Volvió al coche y se quedó sentado unos momentos, pensando en Lennart Thorsson, examinando el barrio y reflexionando sobre la personalidad del hombre. Pensó en todas aquellas mentes jóvenes que escuchaban la versión de Shakespeare ofrecida por Thorsson, quien utilizaba una literatura con más de cuatrocientos años a cuestas para proclamar unas tendencias políticas que solo servían para disimular su frivolidad. En conjunto, una maniobra brillante. Coger una obra literaria tan conocida como las oraciones infantiles, elegir fragmentos aislados, elegir escenas aisladas, y extraer una interpretación que, examinada con minuciosidad, era de una miopía todavía mayor que la de aquellas que pretendía refutar. Por otra parte, Thorsson entregaba su material de una forma innegablemente seductora. Lynley se había dado cuenta durante el breve espacio de tiempo que había pasado en el aula de la facultad de Inglés. El compromiso del hombre con su teoría era palpable, su inteligencia irrefutable, y su postura lo bastante inconformista para alentar una camaradería con los estudiantes que, tal vez, no existía. ¿Qué joven resistiría la tentación de codearse con un rebelde?

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* Maple: arce. Oak: roble. Paulownia: paulonia. (N. del T.)