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La Colmena, ese que describe en La noche que llegué al café Gijón. Fue testigo, por tanto, de la más feroz transformación de la sociedad española que se recuerda, de su conquista por la osada clase media baja, cargada de complejos y frustraciones, sedienta de exhibición y de ganancias: una clase dispuesta a ganar dinero y a que se le note, sin sentido de la medida y admiradora de grandiosidades filisteas, cuya más clara expresión estética es el rascacielos de treinta pisos, el rascacielos mediocre que destaca como un mástil en la capital de la provincia, donde aspira a ser uno y preeminente; la clase media de la posguerra y del consumo, presumida de coche y de querida, que destruye las ciudades y la lengua, capaz de todo para «realizarse», que es como se llama ahora al ejercicio conjunto de la injusticia, de la crueldad y del mal gusto. A Umbral, como a otros de su edad, se le abrieron los ojos ante ese espectáculo frenético, que yo no sé si alguna vez le habrá fascinado, pero ante el que, en algún momento de su vida, decidió detenerse y contemplarlo, para cuajar luego sus esencias en palabras, en artículos de periódico. Pero no se quedó en mero contemplador, sino que quiso ser actor sin abandonar su profesión; quiso ser el escritor-testigo al mismo tiempo que el escritor-castigo, y, para ello, lo primero que hizo fue sacar del desuso viejas fórmulas, no poéticas, sino sociales, como el dandismo y el esnobismo (que tan unidos suelen ir), y hacerlas suyas, armas anticuadas, dirían algunos, aunque él mostró que no lo son. Del dandismo tomó el cuidado de la facha y un atuendo, o, mejor dicho, unos principios para construirlo, en un momento en que la sociedad permisiva dejaba de preocuparse de cómo se visten los demás y de cómo se portan (al menos aparentemente), siempre y cuando lo hagan conforme a unas leyes muy precisas, promulgadas, precisamente, por quienes tienen a su cargo el cuidado de la comunidad: los fabricantes. En su virtud, puede usted llevar pantalones blue-jeans, pero no de terciopelo; con tal de que los use (los compre, los gaste, los sustituya), se le permite meter dentro a un anarquista o a un pasota. Umbral puede haber alabado alguna vez los blue-jeans, y de hecho lo hizo, pero en cuanto el símbolo de algunas liberaciones laterales, no de sumisión a la industria y al gusto que representan, menos aún como prenda personal, pues, como decía Ortega, los apartó de sí «con sacro horror de musageta» y se encasquetó un traje de terciopelo, que fue como echarse sobre la espalda una de las más gloriosas tradiciones europeas, aquella que estudió Barbey y entre cuyos componentes se cuenta la impertinencia: virtud que convendría reivindicar como necesaria para el equilibrio social, singularmente de sus estructuras morales. El dandi, pues a él me refiero, interrumpe, con su sola presencia, la satisfacción del filisteo, la complacencia que experimenta al contemplarse; le desquicia o saca de sus casillas como todo lo que no alcanza a comprender. En nuestro tiempo hemos sido testigos de un extraño fenómeno, nunca (que yo sepa) acontecido: todo un grupo social, los jóvenes, decide manifestar por medio de su vestimenta la hostilidad que siente hacia lo constituido; seriamente preocupado, el establishment hace lo posible por desvirtuar el fenómeno, y lo consigue, ¿quién lo duda? Pero, al margen, quienes se asustaron en un principio, al no ver ya peligro, dan salida y expresión a la admiración subyacente y se visten como los jóvenes. Es muy posible que en el hecho haya un componente mágico, algo de conjuro, pero de lo que no cabe duda es de que el pequeño burgués, el filisteo, se ha asimilado las formas (o su carencia) manipuladas por la juventud. Lo cual quiere decir que eran capaces de hacerlo. Pues con el dandismo nunca sucedió otro tanto, y los ensayos fueron siempre fracasos. En el amplio y pintoresco panorama de nuestra sociedad presente, las formas las cultivan los horteras: quiero decir aquellas que les son accesibles. Pero jamás las del dandismo. Umbral, que lo sabe, maneja el adjetivo hortera con precisión y propiedad. No ignora que los que se sientan aludidos son incapaces de vestirse un traje de terciopelo, por la única razón de que, para ello, es menester el ejercicio de un complicado acto de voluntad personal, no la secuacidad [2] a los decretos de un congreso de sastres llevados a la práctica por un consorcio de grandes almacenes. El traje de terciopelo de Paco Umbral es la primera de sus impertinencias, algo así como su proa, o el anuncio de las demás: que se pueden dividir en dos grupos, las sociales y las literarias, aunque siempre expresadas, unas y otras, literariamente. Sería menester, para dilucidar las primeras, averiguar previamente cuál es la ideología de Umbral al respecto, si de una ideología se trata, y no de una nostalgia. ¿Es, acaso, un ácrata? En todo caso, de rechazo y por reducción al absurdo. Para mí, y desde el momento mismo de su madurez intelectual, Paco Umbral echa de menos lo aristocrático, lo distinguido, y no sólo en cuanto a maneras, sino muy principalmente en cuanto a conducta. A Valle-Inclán, en el fondo, le pasaba otro tanto: son personajes que admiran la elegancia, que se rinden a ella. Este ideal, este esquema imposible, esta imagen de nada, permite aplicar a la gente raseros muy estrictos, y no se salva nadie, sea quien sea el sujeto y llámese como se llame. Francisco Umbral tiene en la mente su Oriana, ¿y qué mujer resistiría cualquier comparación? De donde se deriva una vena que lleva a Umbral a coincidir con su admirado Proust y a proclamarse, burla burlando, esnob. ¡Pues claro! Si el colmo de la belleza es la tal Oriana, ¿quién no la admirará? ¿Y quién, lamentablemente, será capaz de igualarla? Porque ambos sentimientos, el de admiración y el de impotencia imitativa, comporta el esnobismo. Si Lucifer es el esnob de Dios, como se viene diciendo por los entendidos, en su estela navega buena parte de la inteligentzia, con bastante frecuencia de manera menos confesa que la de Umbraclass="underline" quien tiene por lo menos el valor de no ocultarlo. Y creo que de la misma raíz procede su segunda impertinencia, la literaria, de la cual lo que menos importa es que se las cante claras a mucha gente más o menos encastillada en una falsa idea de sí misma, sino ciertos aspectos, más sociales, de su escritura, y, ante todo, la pluralidad de sus voces, es decir, de sus lenguajes, que van, como saben sus lectores, de lo intelectual a lo «canalla». Y aquí hay que traer a colación el recuerdo de Quevedo y no dejarse despistar por la antes mentada admiración proclamada de Umbral hacia Proust. Quevedo, además de la Torre de Juan Abad, señoreó un lenguaje requintado, excesivamente aristocrático, y por eso, por haberlo manejado y hecho suyo, pudo apoderarse también, si no crear, el lenguaje «canalla» de su tiempo. (Proust, que no era hidalgo de solar montañés, que era un pequeño burgués desplazado hacia arriba, jamás se hubiera atrevido.) ¿Se ha pensado que Valle-Inclán, otro de los modelos remotos de Umbral, repite el esquema de Quevedo? Porque también él, Valle-Inclán, fue un hidalgo del Norte, y también recogió la expresión «canalla» después de haber derrochado el lenguaje discriminado y brillante. Pensemos ahora que ni Valle ni Quevedo fueron esnobs. ¿No será el esnobismo de Umbral un ardid o una máscara? Porque también él pasa, pasan sus voces, de un lenguaje a otro, de un ámbito a otro. En cualquier caso, lo mismo que sucedió con Quevedo y con Valle-Inclán, no son sus modos depurados sino los populares, los que se propagan y suscitan, con la admiración, la imitación: al lector de revistas y de diarios no le descubro ninguna novedad si me refiero al gran número de discípulos que le han salido a Umbraclass="underline" los que repiten su vocabulario cheli o sus trucos sintácticos sin la sustancia que los anima.

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[2] Así en el original. Pienso que se refiere a copias de escritos anteriores. (N. de la C.)