Como había hecho a menudo, miró el túnel en una dirección y después en la opuesta. No era totalmente recto. Podía ver una gran distancia en ambos sentidos, pero al final las paredes terminaban por curvarse.
Colgados del techo del túnel estaban los perfiles “I” del monorraíl, y de ellos el propio tren; Jiggs lo había dejado allí estacionado. El monorraíl consistía en una cabina lo bastante grande como para alojar a una sola persona, tres pequeños vagones diseñados para transportar material, no personas, y una segunda cabina enfrentada en la dirección opuesta. Los vagones de carga eran poco más que canastas metálicas colgadas, de color azul. Las cabinas eran armazones naranjas con faros sobre el parabrisas inclinado y un gran parachoques de caucho abajo. El ángulo de los parabrisas era pronunciado.
El conductor tenía que sentarse con las piernas fuera, frente a él, pues la cabina no era lo bastante alta como para acomodar a una persona sentada. El nombre ORNEX, el fabricante del monorraíl, adornaba el frente de la cabina. A los lados del nombre había pequeños reflectores rojos, y bajo ellos una tira amplia con marcas de seguridad negras y amarillas; querían estar totalmente seguros de que las cabinas fuesen visibles en el oscuro túnel. El tren había sido mejorado en 2020; ahora podía alcanzar los sesenta kilómetros por hora, lo que indicaba que podía circunnavegar el túnel en menos de treinta minutos.
Theo sacó una caja de herramientas de los armarios de suministros en la plataforma de mantenimiento y se puso el casco amarillo: aunque no solía bajar al túnel, era lo bastante veterano como para disfrutar de su propio casco. Depositó la caja de herramientas en uno de los vagones de carga, se subió a la cabina encarada en la dirección deseada (en el sentido de las agujas del reloj) y puso el tren en movimiento, perdiéndose en la oscuridad con un zumbido.
El detective Helmut Drescher trató de seguir con su trabajo; tenía siete casos abiertos que investigar, y la Capitaine Lavoisier le había exigido más progresos. Pero la mente de Moot no dejaba de regresar a la peripecia de Theo Procopides. Había sido bastante amable, y le gustaría haberlo podido ayudar. También parecía estar en buena forma, para ser un hombre de casi cincuenta años. Encontró el plano en el que había grabado la conversación, y en el que seguía abierta la caja de datos biográficos de Theo: nacido el 2 de marzo de 1982, lo que hacía que tuviera cuarenta y ocho. Demasiado viejo para ser boxeador. Además, no tenía la constitución para ello. Era posible que en el futuro alternativo de las visiones mostradas hubiera sido entrenador, o árbitro, en lugar de boxeador. Pero no, no parecía tener sentido. Moot no llevaba encima la tarjeta que Theo le había dado hacía dos décadas, aunque la había guardado todos aquellos años, mirándola de vez en cuando; ponía “CERN” claramente en ella. Por tanto, si ya era físico antes de las visiones, en 2009, no parecía probable que se hubiera pasado a los deportes. Pero recordaba vivida su propia visión: el hombre de la bata, el forense, le había dicho claramente que Procopides había muerto en el “ring”[3]…
En el anillo.
¿Qué le había dicho Procopides aquel mismo día? Sí, debe de haber oído hablar de él; en el CERN hay un túnel de veintisiete kilómetros de circunferencia, enterrado a cien metros bajo tierra; un anillo gigante, vamos.
Él era un niño, sólo un niño que veía el boxeo con su padre, un mocoso al que le había encantado Rocky. Entonces había asumido que en el anillo se refería a un combate de boxeo, y nunca había vuelto a pensar en aquello.
Un anillo gigante, vamos.
Mierda. Era posible que Procopides estuviera en verdaderos apuros. Moot se levantó de su mesa y volvió al despacho de la Capitaine Lavoisier.
El criostato defectuoso estaba a diez kilómetros, por lo que el monorraíl tardaría unos diez minutos en llevarlo allí. Los faros de la cabina perforaban las tinieblas. Había luces fluorescentes cada cierto trecho, pero no tenía sentido iluminar los veintisiete kilómetros.
Por fin el tren llegó al lugar del grupo averiado. Theo detuvo el convoy, desembarcó, encontró el panel de control de las luces de la zona y encendió los cincuenta metros por delante y por detrás de su posición. Entonces recuperó la caja de herramientas y se dirigió a la unidad defectuosa.
Esta vez la Capitaine Lavoisier dio permiso a Moot para actuar como guardaespaldas de Theo hasta el fin de aquel día. El detective tomó su habitual coche sin marcar y condujo hacia el CERN: sospechaba que el laboratorio era como casi todos sitios: la señal del transpositor de un miembro de la plantilla permitía atravesar automáticamente la puerta, pero él tendría que pararse y enseñar la placa al ordenador de guardia para que se levantara la barrera. Así fue, y le pidió al ordenador que lo orientara; el campus consistía en decenas de edificios, casi todos ya vacíos. Tardó cinco minutos en dar con el centro del control del LHC. Dejó que su coche se detuviera sobre el asfalto y corrió dentro.
Una atractiva mujer de mediana edad con pecas se acercaba desde un pasillo forrado de mosaicos. Moot le mostró su placa.
—Busco a Theo Procopides.
La mujer asintió.
—Esta mañana estaba aquí. Déjeme ver si lo encuentro.
La mujer se introdujo en el edificio y miró en un par de cuartos, pero Theo no estaba en ninguno de ellos.
—Probemos en el despacho de mi marido —dijo—. Theo y él trabajan juntos.
Se introdujeron en otro pasillo y llegaron a un despacho.
—Jake, está aquí un oficial de policía. Está buscando a Theo.
—Está en el túnel —dijo Jake—. El maldito grupo de criostatos del octante tres.
—Puede estar en peligro —cortó Moot—. ¿Puede llevarme con él?
—¿En peligro?
—En su visión, hoy lo mataban a tiros… y tengo motivos para creer que fue en el túnel.
—Dios mío —dijo Jake—. Um, claro, claro, puedo llevarle abajo, y… ¡Mierda! Maldición, debe de haber tomado el monorraíl…
—¿El monorraíl?
—Hay uno que recorre todo el anillo, pero lo habrá llevado a diez kilómetros de aquí.
—¿Sólo hay un tren?
—Antes teníamos tres más, pero los vendimos hace años. Sólo dejamos uno.
—Podría volar hasta la estación de acceso —dijo la mujer—. No hay carretera, pero podría volar sobre los campos.
—¡Sí, sí! —asintió Jake, sonriendo a su esposa—. ¡Guapa y brillante! —Se volvió hacia Moot—. ¡Venga!
Los dos hombres corrieron por los pasillos, llegando al vestíbulo y saliendo al estacionamiento.
—Cogeremos mi coche —dijo el detective. Entraron y Moot arrancó, elevando el vehículo del suelo. Siguió las indicaciones de Jake para salir del campus, dirigiéndose hacia los campos abiertos de labranza.
El coche voló.
Theo contempló la caja del grupo de criostatos. No le extrañaba que Jiggs tuviera problemas para arreglarlo, porque había intentado utilizar el puerto de acceso erróneo. El panel en el que había estado trabajando seguía abierto, pero los potenciómetros que Jiggs buscaba estaban escondidos detrás de otro panel.
Trató de abrir la puerta de acceso que le permitiría acceder a los controles adecuados, pero no fue capaz. Tras años de desuso en un túnel oscuro y húmedo, la hoja parecía haberse corroído. Rebuscó por la caja de herramientas en busca de algo que le ayudara a forzarla, pero sólo disponía de algunos destornilladores que demostraron ser ineficaces. Lo que necesitaba era una palanca, o algo similar. Maldijo en griego. Podía volver al campus con el monorraíl para conseguir una herramienta adecuada, pero le parecía una pérdida de tiempo. Seguro que en el túnel había algo que pudiera utilizar. Miró en la dirección por la que había llegado: no había visto nada como lo que necesitaba durante los últimos cientos de metros en monorraíl, pero, por supuesto, no estaba prestando atención. Sin embargo, parecía tener más sentido seguir por el túnel en el sentido de las agujas de reloj, al menos un trecho, para ver si lograba dar con algo que le ayudara.