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Poco después el Pernales se consigue un nuevo auxiliar, que se le ofrece voluntario y que responde al sobrenombre de el Niño del Arahal. Logran dar varios golpes, pero el acoso de los guardias los lleva a poner rumbo a Valencia, con la intención de abandonar el país. En las primeras horas del día 31 de agosto de 1907, el guardia civil retirado Gregorio Romero, guarda de una finca sita en la sierra de Alcaraz, en el término municipal de Villaverde de Guadalimar (Albacete) ve pasar a los bandidos montados en sus caballos. Da aviso a las autoridades y al encuentro del Pernales sale el teniente Haro, junto al cabo Calixto Villaescusa y los guardias Lorenzo Redondo, Juan Codina y Andrés Segovia. Sorprenden a los dos bandidos mientras descansan, pero el teniente, en vez de atacarlos sin más, destaca al cabo y al guardia Segovia («acompañados por un práctico», dice el parte oficial, lo que denota cómo Haro planificó la operación para sacar partido del terreno) hacia la cima de la sierra, para cortar la retirada a los bandidos. Al poco, el Pernales y su compañero se ponen en marcha, mientras Haro se les aproxima con el resto de su fuerza. Llegados a unos pasos de donde están Villaescusa y Segovia, estos les gritan el»¡Alto a la Guardia Civil!», respondido a tiros por los bandoleros. En el choque resulta muerto el Pernales, mientras que el Niño del Arahal logra darse a la fuga. De poco le sirve, porque desde más de cien metros de distancia el guardia Codina le acierta y da con él en tierra. Hubo dudas de esta versión, por parte de la prensa más crítica, aunque lo pormenorizado y coherente del parte del teniente Haro y lo verosímil del desarrollo de los hechos que se desprende de su relato, le confieren una razonable credibilidad. Por ilustrativo, transcribiremos el comentario que publicaría el día 2 de septiembre de 1907 el periódico El Radical órgano del partido republicano de Lerroux: «Ha muerto el Pernales y no hay que llevarlo a la leyenda. Más digno de admirar es el pobre guardia que se expone a morir, en cumplimiento de un deber, por tres pesetas; tanto más de admirar cuanto que estos pequeños destacamentos de cuatro o cinco hombres van al peligro voluntariamente, pues nadie lo ve, nadie los vigila, y bien pueden si quieren esquivar el peligro». Todo un ejemplo de giro copernicano, donde los hubiere.

La entrega de los guardias, además, tuvo otras facetas ingratas. Come consecuencia de la campaña contra los bandoleros, no solo cayeron estos famosos caballistas, sino gente de otra especie: oficiales de juzgado, secretarios de ayuntamiento que expedían documentos falsos, alcaldes como los de Marinaleda y Pedrera, concejales de Aguadulce, Estepa y otras localidades, guardias municipales, y hasta jueces y forenses, que encubrían a los bandidos y denotaban la tolerancia de la sociedad local para con aquellos audaces muchachos. Todo ello llevó al nombramiento de un juez especial para Estepa, y a vivos debates en las Cortes en los que el ministro de Gracia y Justicia, Romanones, hizo una defensa cerrada de la Guardia Civil, acusada de disfrazar de cargos comunes lo que no era, para sus detractores y los del gobierno, sino una persecución política. El macroproceso que se sigue contra los acusados en Sevilla acaba con la absolución de todos ellos. Ruedan en cambio las cabezas del jefe de la comandancia y del capitán y el teniente que habían osado detener a los protectores de bandoleros, llegando a atreverse incluso con un juez. Desenlace bien poco ejemplar, de no ser porque la liquidación del Pernales y su compañero, cuyos cadáveres fotografiados se convirtieron en tétrica acta de defunción del bandolerismo, secó la cantera de intrépidos caballistas, volviendo inocuas la venalidad y la ligereza de quienes los habían amparado.

Pero cerrado un frente, se abría otro. De nuevo los problemas van a venir de Barcelona, donde los anarquistas no han cesado de actuar, recurriendo a auxiliares tan pintorescos como Juan Rull, confidente de la policía de día y colocador a sueldo de bombas por la noche, y protagonista en 1908 de un sonado proceso que acabó con su condena a muerte y posterior ejecución. En 1907 se había fundado Solidaridad Obrera, embrión de la futura e influyente Confederación Nacional del Trabajo (CNT). El activismo anarquista coexistía con el creciente sentimiento catalanista, que con antecedentes en el movimiento de Prat de la Riba, redactor en 1892 de las llamadas Bases de Manresa para la restitución del autogobierno de Cataluña, ganaba adeptos entre los catalanes por la continua percepción de Madrid y sus delegados como represores de la población. El gobierno Maura fue poco sensible a la mezcla explosiva que suponía este fenómeno y, preocupado tan solo por proteger a la burguesía industrial barcelonesa (que en su desconfianza hacia la policía y hacia la Guardia Civil había llegado a contratar los servicios del detective Arrow, de Scotland Yard) y por lo que con visión reduccionista llamaba orden público, aprobó a comienzos de 1908 una discutida ley antiterrorista. Pero la cosa era más compleja. Desde 1907 Prat de la Riba presidía la Diputación de Barcelona, y dirigía la sección de Hacienda del ayuntamiento de Barcelona Pedro Corominas, uno de los procesados por la bomba del Corpus Christi. Cataluña, y en especial Barcelona, se había ido convirtiendo en un territorio cada vez más inestable. Y en esto, alguien metió la pata.

En Beni Bu-Ifrur, a unos pocos kilómetros de Melilla, unos rifeños dieron muerte en julio de 1909 a cinco obreros españoles que trabajaban en la construcción del ferrocarril que unía la plaza española con las minas del monte Uixan, explotadas por una compañía en la que tenían intereses señalados próceres del régimen, como el conde de Romanones. El general Marina, jefe militar de Melilla, organizó una expedición de castigo, que se internó en territorio marroquí, quedando en situación comprometida ante el macizo montañoso del Gurugú. Pidió a Madrid refuerzos, que el ministro de la Guerra, Linares, le concedió. Para ello se movilizó a los reservistas, lo que hizo estallar la oposición popular. Cuando los primeros movilizados, encuadrados en el sufrido batallón de cazadores de Las Navas, unidad siempre destinada al combate en primera línea, suben a los trenes en la estación de Atocha, una muchedumbre se reúne al grito de «¡Guerra a la guerra!» para impedir su partida. La caballería de la Guardia Civil ha de despejar la vía y los andenes para permitir la salida del convoy.

Si los madrileños no estaban por una guerra gratuita, una aventura colonial extemporánea que solo obedecía a intereses de sus dirigentes, menos la respaldaban los barceloneses, de donde era buena parte de los reservistas movilizados. Se estaba gestando un nuevo desastre. Lo que la Historia recordaría como la Semana Trágica de Barcelona.

Capítulo 9

La refundación del general Zubía

Entre el 19 y el 22 de julio de 1909, con los ánimos cada vez más caldeados por la movilización de los reservistas catalanes para incorporarse a la nueva guerra marroquí, hubo en el área metropolitana barcelonesa numerosos incidentes y enfrentamientos entre obreros y fuerzas del orden. El gobernador civil, Ángel Ossorio, publicó un bando advirtiendo que si seguían los disturbios «lanzaría a la Guardia Civil para restablecer el orden con todos los medios a su alcance».