Lo pensé unos instantes.
– Sí. Es el hombre más fuerte que he conocido. En realidad, ahora es incluso más fuerte que antes, porque ha comprendido que también él es frágil, como todos nosotros. Sí, querida, creo que estará bien. De un modo u otro, estará bien.
Pasé buena parte de la noche revisando viejos manuscritos nunca publicados, entre ellos mi narración del caso de "La sabiduría de los muertos". Me pregunté si sería el momento adecuado para dar a la luz pública aquella aventura de Sherlock Holmes, dejar que el mundo supiera por fin lo que había ocurrido en aquella fría primavera de 1895.
Decidí que aún no. Pero sabía que no podía faltar mucho.
El amanecer y Violet me encontraron revisando viejos casos, sonriendo nostálgico ante una réplica punzante de Holmes o un gesto teatral que despistaba a la policía.
– ¿Revisando el pasado? -me preguntó Violet.
– Siempre -dije.
Pero también pensando en el futuro, aunque no lo dije en voz alta. Holmes había vuelto a la noche. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que volviéramos a vernos, pero estaba seguro de que, cuando lo hiciera, tendría algo interesante que contarme, como siempre.
Intermedio. Entre bastidores [1]
Lo veo llegar.
Orgulloso, como siempre, convencido de que no hay nada que no pueda resolver, tan imbuido de su propia invencibilidad que su fracaso es inevitable.
Dentro de mí, algo se agita nervioso. Trata de calmarme, me dice que no me deje llevar por las emociones. Tenemos algo que hacer y no debemos permitir que nada interfiera en nuestros planes.
Pero son sus planes. No los míos.
Sin embargo, accedo. Al fin y al cabo, llegamos a un acuerdo, una tregua, y ahora los tres colaboramos en un propósito común. Yo, yo y la cosa que hay tras mis ojos y no soy yo pero me habita. No somos uno, no lo seremos nunca, pero compartimos el mismo espacio y tenemos que apañárnoslas de alguna manera para convivir.
Así que de acuerdo, me digo, son también mis planes, nuestros planes.
Hemos aprendido. En los últimos años, desde que dejamos al doctor Hufier abandonado a su suerte, paladeando sus últimos momentos en esta vida, hemos aprendido unas cuantas cosas. Este cuerpo sigue siendo una habitación demasiado estrecha, pero nos las hemos apañado para convertirlo en un habitáculo adecuado.
Más o menos.
A veces yo despierto, contemplo lo que sucede a mi alrededor. Veo lo que estoy haciendo, y trato de evitarlo. Pero no soy lo bastante fuerte para luchar contra mí, y mucho menos si la cosa venida de más allá del tiempo y del espacio me ayuda. Así que acepto la derrota y vuelvo a dormirme.
Cómo me gustaría librarme de mí. Poder prescindir de esa parte absurda y débil que aún siente afecto por él. Pero la necesito. Sin ella, incluso dormida como está la mayor parte del tiempo, el otro podría poseernos y entonces yo (cualquier yo) desaparecería.
Así que sigo adelante. Intento dormirme y trato de calmar mis temores cuando despierto.
«Vamos», oigo que me dice esa cosa que me habita. «Tenemos trabajo que hacer.»
Tiene razón.
Hemos pasado los últimos siete años yendo de un lado a otro, moviéndonos por el mundo sin ser apenas notados, preparando las piezas y disponiéndolas sobre el tablero. Hemos vivido en la oscuridad, y en ella nos hemos movido, interviniendo sólo cuando era necesario y efectuando los cambios imprescindibles aquí y allá.
Un ministro que dimite por problemas de salud.
Un funcionario que se jubila.
Un militar que muere.
Alguien que va hacia allá cuando estaba a punto de venir hacia aquí.
Nadie ha notado nada. Para todos, este mundo de 1937 es tal y como debería ser, los acontecimientos se han sucedido uno tras otro de un modo que parece inevitable y que nadie puede achacar a otra cosa que no sea el azar, la voluntad de Dios, o la implacable progresión de la Historia.
Pero hoy, ahora, el mundo es como nosotros necesitamos que sea y no de otro modo. Porque nos hemos movido en las sombras y lo hemos cambiado. Hemos alineado nuestras fuerzas sobre un campo de batalla que nadie ve y lo hemos preparado todo para llegar a este momento.
En España hay una guerra en marcha. Dolor, sufrimiento, un hermano matando a otro y dándonos exactamente lo que necesitamos: un caldero psíquico en el que están hirviendo los más bajos instintos de la humanidad, un grito inarticulado lanzado por millones de gargantas.
Un altar sobre el que nosotros sacrificaremos el multiverso para que los Primeros despierten y vuelvan a reinar sobre nosotros.
Hemos trabajado para llegar exactamente a este momento.
Y ahora él interviene, creyendo que puede detenernos. Él, el detective, el razonador supremo.
El culpable de que estemos ahora como estamos.
¿No fue él quien me sacó de la calle, me cobijó bajo su ala y me usó como peón en sus planes? ¿No fue Sherlock Holmes quien me hizo creer que el mundo, pese a todo, podía ser justo y que la esperanza tal vez existía? ¿No fue él quien me permitió creer en los finales felices?
¿No fue él el que me llevó al lugar donde el mandarín me marcó y partió mi mente en dos?
¿No es acaso el responsable de que algo que no sea yo viva ahora dentro de mí y tenga que pactar con ello?
¿No es el culpable de todo?
Con su ridículo disfraz (como si ese nombre de Altamont pudiera engañar a nadie), Sherlock Holmes pasea por la universidad de Harvard. Seguro que anticipa el momento en que sus manos se posarán sobre el libro y creerá haber obtenido el triunfo.
Igual que nosotros, ha pasado estos años moviéndose en las sombras. Guiado por su hermano al principio; en solitario, cuando Mycroft murió. Recorriendo el mundo en nuestra busca, intentando interponerse una y otra vez en nuestros planes.
Cree saber lo que preparamos. Sus espías le han informado de lo que va a ocurrir en España y cree que puede adelantársenos, llegar antes que nosotros al lugar donde está uno de los tres ejemplares del Necronomicon y robarlo delante de nuestras narices.
Lo que no sabe es que lo estamos esperando. Todos nosotros lo esperamos y caeremos sobre él.
Yo le estoy esperando.
Destrozaremos su cuerpo, lo obligaremos a suplicar. Nos pedirá perdón por todo cuanto nos hizo. Y no se lo concederemos, sólo más sufrimiento.
Aún no, me digo. Todavía no, dice la cosa que me habita.
Primero debe creer que ha tenido éxito. Debe llevarnos al lugar donde se oculta el otro ejemplar libro; al sitio donde lo escondió el hijo del ladrón. Lo necesitamos; debemos obtenerlo y unirlo con los otros dos para que el libro del árabe loco esté completo. Sólo entonces podremos despertar a los Primeros, abrirles paso al mundo y dejarlos caer sobre él.
Tengo razón. Tiene razón.
Así que aguardo. Así que Sherlock Holmes seguirá vivo un poco más, lo necesario para que nos conduzca hacia donde queremos.
Y luego…
Luego quizá lo dejemos vivir, lo suficiente para ver cómo ha fracasado.
O quizá no.
Está a solas, en la biblioteca, pasando página tras página del libro. Se ha da cuenta. Lo noto, lo conozco bien, y sé que se ha dado cuenta de que el libro que tiene frente a él es una superchería, una hábil falsificación.
¿Cómo le sienta eso al gran pensador, al detective imbatible? Nosotros llegamos antes y sustituimos el ejemplar de Harvard por un facsímil sin ninguna utilidad. Un engaño para estúpidos, una pista falsa que no lleva a ninguna parte.
¿Cómo le sienta eso a Sherlock Holmes?
No importa. Ahora es el momento. Enviar a nuestros tropas, enfrentarnos a él, ponerlo en una situación desesperada de la que deberá creer que ha salido en el último momento gracias a su increíble habilidad.
Pero no saldrá solo.
Oh, no.
Nos llevará a nosotros aunque no lo sepa. En la vaina de su bastón de estoque, que habremos cambiado en la lucha. A partir de ese momento, vaya a donde vaya, nosotros lo seguiremos, iremos tras sus pasos. Y, cuando consiga la otra parte del libro, caeremos sobre él, le arrebataremos su premio y, luego, por fin, le quitaré todo cuanto tiene y todo cuanto podría llegar a tener.