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– Lucas, no sé lo que he dicho, pero, como no haya ninguna araña, corre un gran peligro.

– Perdón…

– Si sigue con la boca así de abierta, acabará por comerse una mosca.

– ¿No tiene frío? -dijo Lucas irguiéndose, más tieso que un palo.

– No, estoy bien, pero si nos ponemos en marcha estaré mejor.

La playa estaba prácticamente desierta. Una inmensa gaviota parecía correr sobre el agua tratando de alzar el vuelo. Sus patas se separaron del agua y arrancaron un poco de espuma de la cresta de las olas. El pájaro echó por fin a volar, describió con lentitud una curva y se alejó indolentemente por el rayo de luz que atravesaba la capa de nubes. El batir de alas se fundió con el chapaleteo del agua. Zofia se inclinó, luchando contra el viento que soplaba a ráfagas y levantaba arena. Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo. Lucas se quitó la chaqueta para ponérsela sobre los hombros. El aire cargado de rocío le azotaba las mejillas. Una inmensa sonrisa le iluminó el rostro, como una última muralla a la risa que la invadía, una risa sin motivo, sin razón aparente.

– ¿De qué se ríe? -preguntó Lucas, intrigado.

– No tengo ni la menor idea.

– Pues no pare, le sienta de maravilla.

Empezó a caer una fina lluvia que sembró la playa de pequeños cráteres.

– Mire -dijo Zofia-, parece la Luna, ¿verdad?

– Sí, un poco.

– De repente se ha puesto triste.

– Me gustaría que el tiempo se detuviese.

Zofia bajó los ojos y echó a andar.

Lucas se volvió de cara a ella y continuó caminando de espaldas, adelantándose a los pasos de Zofia, que se divertía poniendo meticulosamente los pies encima de sus huellas.

– No sé cómo decir estas cosas -confesó con una expresión infantil.

– Entonces, no diga nada.

El viento alborotó el cabello de Zofia delante de su cara y ella se lo retiró hacia atrás. Un fino mechón se había enredado en sus largas pestañas.

– ¿Puedo? -dijo él, acercando la mano.

– Es curioso, parece haberse vuelto tímido de repente.

– No me había dado cuenta.

– Pues siga así…, le sienta muy bien.

Lucas se acercó a Zofia y la expresión de sus rostros cambió. Ella sintió en el pecho algo que no poseía: «Un ínfimo latido que le retumbaba hasta en las sienes». Los dedos de Lucas temblaban delicadamente, reteniendo la promesa de una caricia frágil que depositó en la mejilla de Zofia.

– Ya está -dijo él.

Un relámpago desgarró el oscuro cielo; el trueno rugió y una pesada lluvia empezó a caer sobre ellos.

– Me gustaría volver a verla -dijo Lucas.

– A mí también. Quizás en un ambiente un poco más seco, pero a mí también -contestó Zofia.

Lucas le pasó un brazo por los hombros y la llevó corriendo hacia el restaurante. La terraza de madera pintada de blanco se había quedado vacía. Se refugiaron bajo el sobradillo de tejas de pizarra y miraron juntos el agua que salía por el canalón. Sobre la barandilla, la gaviota glotona los observaba sin importarle el chaparrón. Zofia se agachó y cogió un trozo de pan mojado. Lo escurrió y lo lanzó a lo lejos. El animal se alejó hacia el mar con la boca llena.

– ¿Cómo volveré a verla? -preguntó Lucas.

– ¿De qué mundo viene?

Él vaciló.

– ¡Algo así como el infierno!

Zofia vaciló también, lo miró de hito en hito y sonrió.

– Es lo que suelen decir los que han vivido en Manhattan cuando llegan aquí.

La tormenta se acercaba y ya casi había que gritar para oírse. Zofia tomó a Lucas de la mano y le dijo con dulzura:

– Primero se pondrá en contacto conmigo. Me preguntará qué tal estoy y, durante la conversación, me propondrá que nos veamos. Yo le contestaré que tengo trabajo, que estoy ocupada; entonces usted sugerirá otro día y yo le diré que ése me va de maravilla, porque precisamente acabaré de anular algo.

Otro relámpago cruzó el cielo, que se había puesto negro. En la playa, el viento soplaba con fuerza. Parecía el fin del mundo.

– ¿No cree que deberíamos ponernos más a resguardo? -preguntó Zofia.

– ¿Cómo está? -dijo Lucas por toda respuesta.

– Bien. ¿Por qué? -repuso ella, sorprendida.

– Porque me habría gustado invitarla a pasar la tarde conmigo…, pero no está libre, tiene trabajo, está ocupada. ¿Qué le parece cenar esta noche?

Zofia sonrió. Él desplegó su abrigo para cubrirla y la condujo así hasta el coche. El mar embravecido inundaba la acera desierta. Lucas rodeó el vehículo con Zofia. Le costó abrir la portezuela debido a los embates del viento. El ruido ensordecedor de la tormenta quedó amortiguado una vez que estuvieron dentro y se pusieron en camino bajo la intensa lluvia. Lucas dejó a Zofia delante de un garaje, tal como ella le había pedido. Antes de despedirse, consultó el reloj. Ella se acercó a su ventanilla.

– Tengo una cena, pero intentaré anularla. Lo llamaré al móvil.

Él sonrió y arrancó. Zofia lo siguió con la mirada hasta que el coche desapareció en el río de vehículos de la avenida Van Ness.

Fue a pagar la recarga de la batería y los gastos de remolcar el coche. Cuando se adentró en Broadway, la tormenta había pasado. El túnel desembocaba directamente en el corazón del barrio de prostitutas. En un paso de cebra, vio a un carterista que se disponía a abalanzarse sobre su víctima. Aparcó en doble fila, bajó del Ford y corrió hacia él.

Abordó sin contemplaciones al hombre, que dio un paso atrás: su actitud era amenazadora.

– Es una mala idea -dijo Zofia, señalando con el dedo a la mujer del maletín, que se alejaba.

– ¿Eres poli?

– ¡No es ésa la cuestión!

– ¡Entonces esfúmate, gilipollas!

Y echó a correr a toda velocidad hacia su presa. Mientras se acercaba a ella, se torció un tobillo y cayó todo lo largo que era al suelo. La chica, que había montado en un Cable-car [4], no se dio cuenta de nada. Zofia esperó a que el hombre se levantara para regresar a su vehículo.

Al abrir la portezuela, se mordió el labio inferior, descontenta de sí misma. Algo había interferido en sus intenciones. Había alcanzado el objetivo, pero no como ella hubiera querido: razonar con el agresor no había sido suficiente. Reanudó su camino y se dirigió a los muelles.

– ¿Tengo que aparcarle el coche, señor?

Lucas se sobresaltó. Levantó la cabeza y miró al aparcacoches, que lo observaba con una expresión extraña.

– ¿Por qué me mira así?

– Lleva más de cinco minutos dentro del coche sin moverse, así que me preguntaba…

– ¿Qué se preguntaba?

– Creía que no se encontraba bien, sobre todo cuando ha apoyado la cabeza en el volante.

– Pues no crea nada y se evitará un montón de decepciones.

Lucas salió del descapotable y le lanzó las llaves al chico. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, se encontró con Elizabeth, que se inclinó hacia él para saludarlo. Lucas dio inmediatamente un paso atrás.

– Ya me saludó esta mañana, Elizabeth -dijo, haciendo una mueca.

– Tenía razón en lo de los caracoles, son deliciosos. ¡Que tenga un buen día!

Las puertas de la cabina se abrieron en la novena planta y ella desapareció por el pasillo.

Ed recibió a Lucas con los brazos abiertos.

– ¡ Ha sido una bendición haberlo conocido, querido Lucas!

– Puede decirse así -dijo Lucas, cerrando la puerta del despacho.

Avanzó hacia el vicepresidente y se sentó en un sillón. Heurt agitó el San Francisco Chronicle.

– Vamos a hacer grandes cosas juntos.

– No lo dudo.

– No tiene buen aspecto.

Lucas suspiró. Ed percibió su exasperación y agitó de nuevo la página del periódico en la que figuraba el escrito de Amy.

– ¡Un artículo fantástico! Yo no lo hubiera hecho mejor.

– ¿Ya se ha publicado?

– Esta mañana, tal como me había prometido. Esta Amy es un encanto, ¿verdad? Ha debido de pasarse toda la noche trabajando.

– Sí, algo así.

Ed señaló con el dedo la foto de Lucas.

– Soy un idiota. Debería haberle dado una foto mía, pero no importa, usted ha quedado muy bien.

– Gracias.

– ¿Está seguro de que se encuentra bien, Lucas?

– Sí, señor presidente, muy bien.

– No sé si mi instinto me engaña, pero lo noto a usted un poco raro. -Ed destapó la botella de cristal, le sirvió un vaso de agua a Lucas y añadió con un aire falsamente compasivo-: Si tiene problemas, aunque sean de tipo personal, puede confiar en mí. ¡Somos una gran empresa, pero ante todo una gran familia!

– ¿Quería verme para algo, señor presidente?

– ¡Llámeme Ed!

Heurt comentó, extasiado, su cena de la víspera, que se había desarrollado mucho mejor de lo que esperaba. Había informado a sus colaboradores de su intención de fundar en el seno del grupo un nuevo departamento al que llamaría División de Innovaciones. La finalidad de esta nueva unidad sería preparar herramientas comerciales inéditas para conquistar nuevos mercados. Lo dirigiría Ed; esa experiencia sería para él como una cura de rejuvenecimiento. Echaba de menos la acción. Mientras él hablaba, varios subdirectores ya se frotaban las manos ante la idea de formar la nueva guardia pretoriana del futuro presidente. Decididamente, Judas no envejecería nunca…, incluso era capaz de multiplicarse, pensó Lucas. Heurt finalizó su relato diciendo que cierto grado de competencia con su socio no podía ser perjudicial, sino todo lo contrario, que una aportación de oxígeno siempre resulta beneficiosa.

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[4] El tranvía de San Francisco (N. de la T.)