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No había entendido nada de lo que había declarado el anciano, excepto que era hidalgo y comerciante, cosas ambas de difícil combinación, a lo menos en España, donde la mayoría de los hidalgos se cuidaba mucho de ejercer algún oficio de los considerados viles, los que podían menoscabar la honra.

– Y, ahora, dime, hijo… ¿cuánto tiempo llevas aquí? -me preguntó.

– Salimos de Sevilla en octubre de mil y quinientos y noventa y ocho -expliqué-, a bordo de una galera que formaba parte de la flota del general Sancho Pardo, y nuestra nave fue atacada por piratas ingleses un mes después, a la altura de las islas de Barlovento.

El maestre asentía mientras me escuchaba y, por lo que se dejaba adivinar en su cara, estaba haciendo sus propias cuentas del tiempo transcurrido.

– ¿En qué día, mes y año estamos, señor? -quise saber, sin levantar los ojos de la arena.

– Bueno, muchacho… -murmuró arqueando las cejas-, estamos a once días del mes de febrero del año mil y seiscientos.

¡Casi cuatro meses más de lo que yo había calculado! A lo que parecía, mis marcas diarias en el árbol no habían sido todo lo diarias que yo creía. Así que, en realidad, ya tenía diecisiete años y medio. Era una mujer hecha y derecha, además de casada, y aquellos hombres me tomaban por un muchacho malcontento perdido en una isla. Y sólo por llevar puestas las ropas de Martín.

– Ahora, si te place -siguió diciendo el maestre con gentileza-, ¿serías tan amable de decirme tu gracia y tu linaje?

Me quedé en suspenso, sin saber qué hacer. ¿Qué le respondía, que era Catalina o que era Martín? Mi honra podía verse mancillada en aquel mismo momento si me daba a conocer como mujer, pues era bien sabido que los marineros que permanecían hacinados durante mucho tiempo en el mar no respetaban ni a viudas ni a ancianas.

– Me llamo Martín Solís, hijo legítimo de Pedro Solís, el espadero más famoso de Toledo, y de su esposa, Jerónima Pascual, muertos ambos antes de emprender mi viaje hacia las Indias. Soy natural de la villa mentada y llegué a esta isla a bordo de una miserable embarcación con la que conseguí escapar de mi galera durante el ataque pirata.

La cara del maestre se había ido ensombreciendo mientras yo hablaba y, al quedarme callada, su rostro mostraba un gesto de furia contenida que yo, temerosa, no acertaba a explicarme.

– ¡Mientes, rufián! -vociferó poniéndose en pie y golpeándose las botas con la vaina de su espada-. Te he tratado con benevolencia y tú me respondes con embustes y dobleces. No sé quién eres pero, desde luego, mientes -y, diciendo esto, me sujetó la cara por la barbilla levantándola hacia él-. ¿Dónde está el vello de tu rostro, muchacho?, pues, aparte de un poco en las sienes y algo más entre las cejas, careces de él. ¿No te parece extraño? Tu cabello es negro y lacio como el de los indios, y tu tez morena, jovenzuelo, indica claramente que eres mestizo, coyote o cuarterón. [10] Tampoco dice mucho en tu favor que, siendo varón, huyeras de tu galera durante un ataque pirata en lugar de luchar para defenderla, por niño que fueras, pues sólo las mujeres quedan libres de esta obligación. Cierto es que, a finales de mil y quinientos y noventa y ocho, arribó a Tierra Firme la flota de Los Galeones al mando del general Sancho Pardo, pero eso no confirma que tú viajaras en ella. Cierto también que, en esas fechas, navegaba por estas aguas de Barlovento el patache John of London, del capitán corsario Charles Leigh y que hubo asaltos a naves rezagadas de Los Galeones. -Se agachó con agilidad para recoger del suelo mi espada ropera y mi daga y las examinó cuidadosamente-. Cierto, asimismo -siguió diciendo-, que estas hermosas armas llevan una O sobre una T en el interior del escudete, lo que asegura que proceden de Toledo y que, en los canales de las hojas, aparece el nombre de… -alejó el acero de sus ojos todo lo que le daba de sí el brazo pero, como ni de este modo veía, sacó unos anteojos de su faltriquera y se los ajustó en la nariz-, el nombre de un forjador llamado Pedro Solís.

Se quitó las lentes y volvió a examinarme con atención. Le vi poner un gesto suspicaz en la cara y reflexionar hondamente mientras daba vueltas a mi alrededor.

– Antón, Miguel -ordenó de pronto-. Regresad a las faenas del barco.

– ¿Os dejamos a solas con él, señor Esteban? -se extrañó uno de ellos.

– Tranquilos. No corro ningún peligro. Id.

Los hombres se alejaron por la playa en dirección a sus compañeros, que seguían pasando el fuego por el casco del jabeque.

– Muy bien, señora… -me soltó de repente el maestre con su voz grave, hincando una rodilla en la arena delante de mí-. ¿Vais a contarme ahora la verdad?

Me quedé de una pieza. ¿Cómo había sabido aquel anciano que yo era una mujer?

– ¿Tenéis documentos? -solicitó.

– Arriba… En la cima del monte… -balbucí-. En mi casa. En un canuto de hojalata.

El maestre se incorporó. Puso las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, y gritó:

– ¡Juanillo! ¡Ven!

Un niño de unos siete u ocho años, negro como la noche, echó a correr hacia nosotros, tirando su tea, al pasar, sobre los maderos de la hoguera.

– ¿Qué desea vuestra merced, maestre? -preguntó frenando en seco junto a mí, salpicándome de arena.

– Súbete a lo más alto del monte y encuentra la casa de este nuestro huésped. Entra en ella y busca un canuto de hojalata como los que se usan para guardar documentos. Tráemelo presto.

El negrito volvió a tomar la carrera y se internó entre los árboles por el sendero que yo misma, con mis muchas idas y venidas durante un año y medio, había abierto en la espesura. Sin duda, esa entrada había sido lo que me había delatado a mis dos captores mulatos y, ahora, aquel viejo hidalgo listo como el demonio había descubierto mi auténtica condición de mujer. Estaba perdida. A no mucho tardar, aquellos marineros violentarían mi honra para satisfacer sus deseos.

– Hablad -me ordenó el maestre, tomando asiento de nuevo y sacando una fina pipa de arcilla de un costal que tenía junto a sí. Su porte y sus modales delataban buena cuna y buena educación. No parecía muy apropiado que alguien de su clase trabajara de mercader.

– Sepa vuestra merced, señor Esteban, que no mentí -empecé a decir-, que todo lo que conté era cierto, salvo por el detalle de que mi nombre no es Martín sino Catalina. Martín era mi hermano menor, que murió en el asalto pirata. Mis padres son quienes dije y también mi ciudad. Nuestra ama me vistió con las ropas de mi hermano para ponerme a salvo de los ultrajes de los piratas.

– Buen pensamiento -murmuró, poniendo con mucha calma un manojito de hebras de tabaco en la cazoleta de la pipa-. Y, decid… ¿cuál era el motivo de vuestro viaje a estas nuevas tierras? ¿Algún familiar os propuso acogimiento tras la muerte de vuestros padres?

– Así fue, señor -asentí-. Tengo un tío, hermano de mi madre, en una isla llamada Margarita. Nadie más quiso darnos auxilio cuando mi padre murió en los calabozos de la Inquisición de Toledo.

El maestre dio un respingo en su silla.

– ¿Qué decís? -inquirió, nervioso.

– Es una historia muy triste -me lamenté-. Alguien, no supimos nunca quién, denunció a mi padre ante la Inquisición por falta de respeto al sacramento del matrimonio. Ya sabéis que la Iglesia anda muy vigilante últimamente tanto de las herejías extranjeras como de las costumbres morales del pueblo. Mi padre no fue el único cristiano viejo a quien se encerró en los calabozos por fornicar fuera del matrimonio. Eran muchos los nombres que aparecían en las listas de condenados.

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[10] En la sociedad colonial del Nuevo Mundo se produjo casi desde el principio un rápido mestizaje entre blancos, indios, negros y chinos. La mezcla de estas razas dio lugar a un sinfín de castas, que constaban oficialmente en los registros administrativos y en la documentación de cada persona. El mestizo era hijo de español e indio; el mulato, de español y negro; el coyote o cholo, hijo de indio y mestizo; y el cuarterón o castizo, hijo de español y mestizo.