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– Creo que es un buen momento -dijo- para echar, por fin, una ojeada a nuestro fragmento de jiance. ¿Qué les parece?

¿Qué nos iba a parecer…? La pena era que Paddy dormía la mona bajo una estera de paja dos barcazas más adelante, pero a Lao Jiang no le preocupó. Con paso resuelto se encaminó hacia su fardel y extrajo cuidadosamente la caja del lago. Luego, se sentó frente a mí (Fernanda estaba a mi lado y Biao a su derecha, un poco apartado, pero para el anticuario ninguno de los dos merecía la consideración de ampliar el círculo para incluirlos) y levantó la pesada tapa llena de herrumbre que la cubría. Un hermoso paño de seda amarilla brillante envolvía protectoramente un manojo de seis finas tablillas de bambú de unos veinte centímetros de largo unidas por dos cordones verdes muy descoloridos.

Lao Jiang apartó el paño amarillo y, tras observarlo cuidadosamente, lo dejó dentro de la caja, sosteniendo las tablillas en la palma de la mano con un celo y un mimo exquisitos, protegiéndolas del sol con su propio cuerpo. Luego, desenrolló el manojo y lo depositó sobre el faldón de su túnica, entre las rodillas. Permaneció un minuto contemplándolo impertérrito y, después, con cara de perplejidad, le dio la vuelta y lo encaró hacia mí para que yo también pudiera examinarlo. Las tres tiras de bambú de la derecha estaban cubiertas de caracteres chinos; las otras tres, por el contrario, parecían simplemente sucias, como si el escribano hubiera sacudido sobre ellas un pincel empapado en tinta. Con un dedo largo y huesudo, el señor Jiang señaló las tablillas escritas:

– Es una carta. No resulta fácil comprender lo que pone porque está escrita en una forma de chino clásico muy complejo, el antiguo sistema zhuan, que se utilizó hasta que el Primer Emperador ordenó la unificación de la escritura en todo el imperio, como ya le conté en Shanghai. Por suerte, trabajé mucho tiempo con documentos antiguos, así que, si no voy desencaminado, se trata de un mensaje personal de un padre a su hijo.

– ¿Y qué dice?

Lao Jiang giró de nuevo las tablillas hacia él y comenzó a leer en voz alta:

– «Yo, Sai Wu, saludo a mi joven hijo, Sai Shi Gu'er,…» -el anticuario se detuvo-. Aquí hay algo muy extraño. Sai Shi Gu'er, el nombre del hijo, significa, literalmente, «Huérfano del clan de los Sai», de modo que Sai Wu, el que escribe, debía de estar o muy enfermo o condenado a muerte. No hay otra explicación. Además, el nombre «Huérfano del clan» da a entender que la estirpe de los Sai se agota, que sólo queda el niño.

– Vaya, qué lástima.

– «Yo, Sai Wu, saludo a mi joven hijo, Sai Shi Gu'er, y le deseo salud y longevidad. Cuando leas esta carta…» -Lao Jiang se detuvo otra vez, levantó la cabeza y me miró con desolación-. Es muy difícil leer estos caracteres. Además, algunos están borrosos.

– Haga lo que pueda. -Sentía tanta curiosidad que no estaba dispuesta a aceptar el hecho de que el anticuario no fuera capaz de traducir aquel mensaje.

– «Cuando leas esta carta -continuó-, habrán pasado muchos inviernos y veranos, meses y años habrán transcurrido.»

– ¿Todo eso está escrito en esas tres tablillas? -me sorprendí.

– No, madame, sólo en estos primeros caracteres -y apuntó con el dedo hacia la mitad de la primera tira de bambú. Estaba claro que los chinos escribían de arriba abajo y de derecha a izquierda (al menos, dos mil años atrás) y que sus ideogramas decían muchas más cosas que nuestras palabras-. «Ahora eres un hombre, Sai Shi Gu'er, y suspiro porque no podré conocerte, hijo mío.»

– El padre iba a morir.

– No cabe duda. «Por mi culpa, los trescientos miembros del clan de los Sai pronto cruzaremos las Puertas de jade y viajaremos más allá de las Fuentes Amarillas. Sólo quedarás tú, Sai Shi Gu'er, y deberás vengarnos. Para ello te pongo a salvo enviándote, con un criado de toda confianza, a la lejana Chaoxian [17], a casa de mi antiguo compañero de estudios Hen Zu, quien, no hace mucho, perdió a un hijo de tu misma edad cuyo lugar en su familia ocuparás hasta que alcances la madurez.»

– Supongo que «cruzar las Puertas de Jade» y «viajar más allá de las Fuentes Amarillas» significa que van a morir, ¿no? -comenté, horrorizada-. ¡Trescientos miembros de una familia! ¿Cómo puede ser?

– Era una práctica común en China hasta hace muy poco, madame. Recuerde lo que decía el Príncipe de Gui en la leyenda que le conté: mil ochocientos años después de esta carta, la dinastía Qing mandó asesinar a nueve generaciones de la familia Ming. La cifra de muertos pudo ser similar o, incluso, superior. Como castigo, se mataba al delincuente y a todos sus familiares hasta el último grado de parentesco. De esa manera, como la mala hierba, el clan quedaba eliminado de raíz impidiendo que aparecieran nuevos brotes.

– ¿Y qué delito había cometido ese padre, Sai Wu, para merecer tal castigo? Usted acaba de leer que él se consideraba culpable de la desgracia.

– Tenga paciencia, madame.

Yo, como adulta, podía contenerme, pero Fernanda y Biao, con los ojos fuera de las órbitas, no iban a esperar mucho antes de lanzarse sobre Lao Jiang y exigirle, con uñas y dientes, que leyera más. Por Biao no habría puesto la mano en el fuego pero, por mi sobrina, sí: estaba a punto de explotar de impaciencia. Creo que se dominaba porque el anticuario le daba un poco de miedo. A mí ya me hubiera arañado la cara.

– «Según me ha dicho un buen amigo del infortunado general Meng Tian, el eunuco Zhao Gao le ha contado que Hu Hai, el nuevo emperador Qin, tiene la intención de enterrar con el Dragón Primigenio, que ya ha cruzado las Puertas de Jade, a todos cuantos hemos trabajado en su mausoleo. Como yo, Sai Wu, he sido el responsable de tan grandiosa y recóndita construcción durante treinta y seis años, desde que el ministro Lü Buwei me encomendó la tarea, mi clan al completo debe morir para preservar el mayor secreto de todos, el que yo te voy a revelar ahora para que vengues a tu familia y a tus parientes. Nuestros antepasados no descansarán en paz hasta que hagas justicia. Hijo mío, lo que más me atormenta en estas horas de adversidad es que ni siquiera tendré el consuelo de que mi cadáver repose en el panteón familiar.»

El señor Jiang hizo una pausa. Todos permanecimos en silencio. Resultaba increíble la desmesura del castigo impuesto a una familia inocente por el hecho de que uno de sus miembros hubiera trabajado fielmente para el Primer Emperador.

– No debe de quedar mucho ya por leer, ¿verdad? -pregunté, al fin. Seguía atónita por la cantidad de cosas que podían escribirse en un espacio tan pequeño utilizando esos curiosos caracteres chinos.

– Este pedazo es muy revelador -musitó el anticuario, sin hacerme caso-. Por un lado, menciona a Meng Tian, un general importantísimo de la corte de Shi Huang Ti, responsable de muchas de sus victorias militares y a quien el Primer Emperador encargó la construcción de la Gran Muralla. Este general y toda su familia fueron sentenciados a muerte por un falso testamento de Shi Huang Ti elaborado por el poderoso eunuco Zhao Gao, también citado en la carta, que había trabajado para el Primer Emperador y que, a su muerte, quiso hacerse con el control del imperio. Este falso testamento obligaba al hijo mayor de Shi Huang Ti a suicidarse y nombraba emperador a Hu Hai, el débil hijo segundo. Como verá, nuestro jiance tuvo que ser escrito forzosamente a finales del año 210 antes de la era actual, cuando murió el Dragón Primigenio, otro de los nombres de Shi Huang Ti.

– O sea, que tiene… -hice un rápido cálculo mental-, dos mil ciento y pico años de antigüedad.

– Dos mil ciento treinta y tres, exactamente.

– Y, entonces, ¿qué pasó con Sai Wu?

– ¿Acaso no recuerda lo que le conté en Shanghai sobre el mausoleo real de Shi Huang Ti? Le dije que todos aquellos que sabían dónde se encontraba fueron enterrados vivos con éclass="underline" los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Así lo afirma Sima Qian [18], el historiador chino más importante de todos los tiempos. Con mayor razón debía morir, pues, aquel que había sido el jefe del gran proyecto. Sai Wu, responsable del mismo durante treinta y seis años, como le explica a su hijo.

– Lo que convierte a Sai Wu en el mejor ingeniero y arquitecto de su época.

Esta frase la soltó repentinamente Fernanda para sorpresa de todos. Pero, antes de que tuviéramos tiempo de reaccionar, el señor Jiang, sin mover un músculo, ya estaba hablando de nuevo. Y no para decir algo agradable, por cierto:

– El exceso de conocimiento en las niñas es pernicioso -comentó con un énfasis especial en la voz-. Malogra sus posibilidades de conseguir un buen marido. Debería usted enseñar a callar a su sobrina, madame, sobre todo en presencia de adultos.

Abrí la boca para explicarle enérgicamente al anticuario lo absurdo de sus afirmaciones pero…

– Tía Elvira, dígale al señor Jiang de mi parte -la voz de Fernanda estaba cargada de resentimiento- que si él pide respeto para sus tradiciones debería ofrecerlo también para las tradiciones de los demás, especialmente en lo que se refiere a las mujeres.

– Estoy de acuerdo con mi sobrina, señor Jiang -añadí con firmeza, mirándole directamente-. Nosotras no estamos acostumbradas al trato que dan ustedes aquí a la otra mitad de su población, esos doscientos millones de mujeres a los que no permiten hablar. Fernanda no ha querido ofenderle. Ha hecho, sencillamente, lo que hubiera hecho en Europa: comentar con acierto algo sobre la conversación que estábamos manteniendo.

– Pa luen [19]. No voy a discutir este asunto con usted, madame -sentenció el anticuario con una frialdad que me heló la sangre en las venas. De inmediato, enrolló las tiras de bambú, las envolvió en el pañuelo de seda amarilla y las guardó en la caja. Luego, se puso en pie con su flexibilidad habitual y se alejó de nosotros. Aquello era una descortesía terrible.

– Bueno, Biao -dije, poniéndome también en pie aunque con mayores dificultades que el anticuario-, ya me explicarás qué hay que hacer en una situación como ésta en la que dos culturas se ofenden mutuamente sin haber tenido intención de hacerlo.

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[17] La actual ciudad de Liaoyang, en la provincia de Liaoning, al norte de Pekín.

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[18] Sima Qian (145- 90 a.n.e), autor de la gran obra Memorias históricas (Shiji), de gran influencia enlos historiadores chinos posteriores.

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[19] Dejar de tratar una cuestión. Cuestión cancelada.