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El espíritu de ojos amarillos volvió a hablar. Su voz recordaba el chirrido de las ruedas de un tren contra los raíles. Creo que se me erizó todo el vello del cuerpo.

– Insiste en que nos acerquemos. Dice que tiene muchas cosas que enseñarnos por orden del abad y que no puede perder el tiempo.

Claro, ciertamente, ¿cómo no lo había pensado? Era natural que un anciano de mil años sentado todo el día sobre una piedra en el interior de una cueva subterránea tuviera un montón de cosas que hacer.

Más muertos que vivos nos aproximamos hacia la gran roca mientras el maestro Tzau, con gestos idénticos a los de cualquier mujer que aún tiene húmeda la laca de uñas, extraía los palitos de madera del cilindro de cuero.

– Dice que ya basta -susurró Biao-, que nos detengamos aquí -estábamos como a un par de metros de la roca- y que nos sentemos en el suelo.

– Lo que faltaba -mascullé, obedeciendo. Desde esa altura, el maestro parecía la estatua de un dios imponente y pestífero. El pobre Biao, que no podía sentarse, se arrodilló y le costó un poco encontrar una postura más o menos cómoda.

La mano seca del espíritu de ojos amarillos se alzó en el aire para enseñarnos los palillos que sujetaba.

– Siendo usted extranjera -dijo-, es imposible que entienda la profundidad y el sentido del IChing, también conocido como el Libro de las Mutaciones, por eso el abad me ha pedido que se lo explique. Con estos palillos puedo decirle muchas cosas sobre usted misma, sobre su situación actual, sus problemas y sobre cómo actuar de la mejor manera posible para resolverlos.

– ¿El abad quiere que me hable de videncia y adivinación? -No pude poner un gesto más expresivo sobre lo que pensaba al respecto pero, seguramente, mi cara era tan inescrutable para los chinos como las suyas lo eran para mí porque el maestro continuó con su perorata como si yo no hubiera dicho nada.

– No se trata de videncia ni de adivinación -replicó el viejo-. El I Ching es un libro con miles de años de antigüedad que contiene toda la sabiduría del universo, de la naturaleza y del ser humano, así como de los cambios a los que están sujetos. Todo lo que usted quiera saber se encuentra en el I Ching.

– Ha dicho que se trataba de un libro… -comenté, mirando a mi alrededor por si veía algún ejemplar de ese I Ching.

– Sí, es un libro, el Libro de las Mutaciones, de los cambios. -El demonio de ojos amarillos soltó una risita siniestra-. No puede verlo porque está en mi cabeza. He pasado tanto tiempo estudiándolo que conozco de memoria sus Sesenta y Cuatro Signos, así como sus dictámenes, imágenes e interpretaciones, sin olvidar las Diez Alas, o comentarios, añadidas por Confucio y los numerosos tratados que eruditos más grandes que yo escribieron sobre este libro sapiencial a lo largo de los milenios.

¿«Eruditos más grandes que yo»…?

– El I Ching describe tanto el orden interno del universo como los cambios que se producen en él y lo hace a través de los Signos, de los sesenta y cuatro hexagramas mediante los cuales los espíritus sabios nos informan de las diferentes situaciones en las que puede encontrarse un ser humano y, de acuerdo con la ley del cambio, pronosticar hacia dónde van a evolucionar dichas situaciones. Por eso los espíritus que hablan a través del I Ching pueden aconsejar a las personas que les consultan sobre acontecimientos venideros.

¡Dios mío!, pensaba yo irritada, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo? No me interesan en absoluto los espíritus.

– En todas las calles de China hay adivinos que utilizan el I Ching para leer el futuro por unas pocas monedas, Ama -me susurró Biao en ese momento-. Pero no son muy dignos de respeto. Es un gran honor para usted que el maestro Tzau quiera hacerle su oráculo.

– Será como tú dices -comenté, despectiva.

Biao miró a hurtadillas al maestro.

– Deberíamos disculparnos por la interrupción.

– Pues hazlo. Date prisa. Quiero hablar con la anciana Ming T'ien antes de la comida.

– El Libro de las Mutaciones -siguió diciendo el maestro Tzau, ajeno a mi desinterés- fue uno de los pocos que se salvó de la gran quema de libros ordenada por el Primer Emperador, que era un devoto seguidor de la filosofía del yin y el yang, los Cinco Elementos, el K'an-yu o Feng Shui y el I Ching. Gracias a ello, hoy podemos seguir consultando a los espíritus.

Eso ya era otra cosa, me dije aguzando el oído. Si seguía hablando del Primer Emperador, le prestaría de nuevo atención. Pero, claro, no lo hizo. Sólo había sido una mención colorista.

– Dice que le pregunte usted lo que desee saber para que pueda lanzar los palillos.

No me lo pensé dos veces.

– Pues dile que quiero saber, por orden de importancia, cuáles son los cuatro objetivos de la vida de un taoísta de Wudang. Pero aclárale que no los objetivos de cualquier taoísta chino sino, particularmente, los de los taoístas de este monasterio.

– Muy bien -respondió el maestro cuando Biao le repitió mi petición. Por supuesto, no le creí. ¿Acaso el abad nos iba a regalar la respuesta a su propia pregunta a través de un médium o lo que quiera que fuera aquel extraño anciano? Anciano que, por cierto, ya había empezado su particular ceremonia cogiendo las varillas y extendiéndolas frente a él sobre la piedra como un tahúr que extiende una baraja sobre la mesa de juego. Lo primero que hizo fue separar una de ellas y dejarla al margen y, luego, agrupó las restantes en dos montones paralelos, extrayendo otra más del lote de la derecha y poniéndosela entre los dedos meñique y anular de la mano izquierda. De esta guisa y con esa misma mano cogió el montón que tenía debajo y empezó a retirar metódicamente varillas en grupos de a cuatro. Cuando ya no pudo quitar más porque le quedaban menos de esa cifra, se colocó dicho resto entre los dedos anular y corazón de la mano que ya empezaba a parecer un alfiletero o un cactus. Después, repitió la operación con el montón de la derecha y se puso el resto sobrante entre los dedos corazón e índice. Entonces, anotó algo con el pincel en un pliego de papel de arroz y, para mi desesperación, le vi comenzar de nuevo todo el ritual desde el principio hasta que lo repitió cinco veces más, momento en el que, al fin, pareció quedar satisfecho y yo tuve que regresar rápidamente del lugar al que me había llevado hacía bastante rato mi aburrido pensamiento. Los ojos amarillos del maestro Tzau se quedaron prendados en mí mientras, con una de sus enroscadas uñas, me indicaba uno de los signos de la pared:

– Ahí tiene su respuesta. Su primera figura es ésa, «La Duración».

Miré hacia donde señalaba y esto fue lo que vi:

– Como hay un Viejo Yin en la sexta línea -continuó diciendo-, tiene también una segunda figura, aquella de allá -y señaló en otra dirección-, «El Caldero».

Me quedé absolutamente desconcertada. El asunto del oráculo debía de estar pensado sólo para los chinos porque yo no había entendido nada de nada. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora, dar las gracias al maestro por aquella absurda predicción según la cual un caldero muy firme y permanente era la respuesta a mi pregunta sobre los objetivos de los taoístas de Wudang? El anciano había señalado dos de los peculiares dibujos de la pared, cada uno de ellos compuesto por seis líneas superpuestas, unas continuas y otras partidas por la mitad, con un ideograma chino encima que debía de ser su nombre. Los que a mí me habían correspondido, gracias al baile y manoseo de varillas, eran «La Duración» -dos trazos partidos, tres continuos y, al final, otro más partido- y «El Caldero» -un trazo continuo, otro partido, tres continuos y, el último, partido; es decir que eran idénticos salvo por la raya superior, lo que me llevó a pensar que aquélla debía de ser el Viejo Yin de la sexta línea al que había hecho alusión el brujo y que, por lo tanto, aquellos hexagramas se leían de abajo arriba y no de arriba abajo.

– Usted es una de esas personas -empezó a decirme el viejo- que vive en un estado de permanente desasosiego. Esto le ha traído y le trae grandes infortunios. No es feliz, no tiene paz y no encuentra descanso. «La Duración» habla del trueno y del viento obedeciendo a las leyes perpetuas de la naturaleza, así como de los beneficios de la perseverancia y de tener un sitio adonde ir. Además, el Viejo Yin de la sexta línea indica que su perseverancia se ve alterada por su desasosiego y que su mente y su espíritu sufren mucho por su nerviosismo. Sin embargo, «El Caldero» le informa de que, si usted rectifica su actitud, si actúa siempre y en todo con moderación, su destino la llevará a encontrar el significado de su vida y a seguir el camino correcto en el que obtendrá gran ventura y éxito.

No era exactamente la respuesta a mi pregunta pero se acercaba mucho a una descripción bastante buena de mí misma así que, igual que los ríos se desbordan bajo las lluvias torrenciales, yo empecé a sulfurarme lenta pero imparablemente por esa manía china de hacerte un examen médico del alma y cantarte La Traviata con el propósito de que hicieras no sé cuántos cambios en tu personalidad por no sé qué extrañas razones. Era verdad que detrás de sus sentencias no se ocultaba esa cargante moralina cristiana en la que me había criado, pero tenía demasiado orgullo para aceptar que cualquier celeste de pelo blanco se sintiera autorizado a decirme lo que me pasaba y lo que sería bueno que hiciera. ¡No se lo había consentido jamás a mi familia y no se lo iba a consentir ahora a unos extraños de otro país que, encima, comían con palillos! Pero el maestro Tzau no había terminado:

– El IChing leha dicho cosas importantes a las que debería hacer caso. Las entidades espirituales que hablan a través del Libro de las Mutaciones sólo quieren ayudarnos. El universo tiene un plan demasiado grande para ser comprendido por nosotros, que sólo vemos pequeños pedazos inexplicables y vivimos en la ceguera. Fueron los antiguos reyes Fu Hsi y Yu quienes descubrieron los signos formados por combinaciones de líneas rectas Yang y líneas quebradas Yin que forman los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching. Todo eso ocurrió hace más de cinco mil años. El rey Fu Hsi encontró, en el lomo de un caballo que surgió del río Lo, los signos que describen el orden interno del universo; el rey Yu, en el caparazón de una tortuga gigante que emergió del mar al retirarse las aguas, los que explican cómo se producen los cambios. El rey Yu fue el único ser humano que pudo controlar las crecidas y las inundaciones en la época de los grandes diluvios que asolaron la Tierra. Yu viajaba con frecuencia hasta las estrellas para visitar a los espíritus celestiales y éstos le entregaron el mítico Libro del Poder sobre las Aguas, que le permitió encauzar las corrientes y secar el mundo. Aún hoy, los maestros taoístas y los que practican las artes marciales internas ejecutan la suprema danza mágica que llevaba a Yu hasta el cielo. Es una danza muy poderosa que debe interpretarse con mucho cuidado. Para terminar, debo hablarle del rey Wen, de la dinastía Shang [36], que fue quien, reuniendo y combinando matemáticamente los signos encontrados por el rey Fu Hsi y el rey Yu, compuso los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching que aparecen tallados en las paredes de esta cueva.

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[36] 1766- 1121 a. n. e.