– Venid, hijos benditos de mi Padre, entrad en el reino preparado para vosotros desde el principio del mundo…
Había terminado, el drama había pasado. Lo más importante entonces para todos era el azote del viento. La gente se subió el cuello del abrigo o la chaqueta, cruzó los brazos con el cuerpo tembloroso bajo la ropa inadecuada. Sin inmutarse, Jason Sebright iba de una persona a otra haciendo preguntas. En lugar del bloc de los tiempos antiguos, llevaba una grabadora. A Wexford no le sorprendió ver cuántas personas respondían favorablemente. Algunas era muy probable que pensaran que sus palabras se emitían en directo por la radio.
No había hablado con Daisy. Observó a los asistentes acercarse uno tras otro a ella y vio sus labios moverse con una respuesta monosilábica. Una mujer anciana le dio un beso en la blanca mejilla.
– Oh, querida, y la pobre Davina ni siquiera era creyente, ¿verdad?
Otra dijo:
– Un servicio encantador, producía escalofríos.
Un hombre de edad, hablando en lo que Wexford llamaba voz de la Ivy League [5], la abrazó y, con gesto impulsivo, aparentemente como expresión de una emoción repentina, le apretó el rostro contra su cuello. Cuando ella levantó la cabeza, Wexford vio que sus labios habían dejado una huella roja en el cuello blanco del hombre. Éste era alto, extremadamente delgado, con un pequeño bigote gris y corbata de lazo. ¿Preston Littlebury, el antiguo jefe de Andy Griffin?
– Lo lamento profundamente, querida, lo sabes.
Wexford vio que se había equivocado respecto a las chicas jóvenes. Una al menos había desafiado al frío y el mal tiempo, una adolescente pálida y delgada con pantalones negros e impermeable. La mujer de edad que iba con ella dijo:
– Soy Ishbel Macsamphire, querida. El año pasado en Edimburgo, ¿lo recuerdas? Con la pobre Davina. Y después te encontré con tu joven amigo. Ésta es mi nieta…
Daisy se comportaba magníficamente con todos. Su tristeza le proporcionaba una enorme dignidad. Logró la difícil proeza que él le había visto realizar anteriormente de responder con cortesía aunque sin una sonrisa. Uno a uno se alejaron de ella y por un momento se quedó sola. Permaneció quieta, observando a la gente dirigirse hacia sus respectivos coches, como si buscara a alguien, con los ojos bien abiertos, los labios un poco separados. Era como si estuviera buscando a alguien cuya presencia había esperado pero que le había fallado. El viento le levantaba la larga bufanda negra que llevaba formando con ella una ondulante serpentina. Daisy se estremeció, se encorvó un momento antes de acercarse a Wexford.
– Ya se ha terminado. Gracias a Dios. Creía que me echaría a llorar, o que me desmayaría, pero no lo he hecho.
– Tú no. ¿Buscabas a alguien que no ha venido?
– Oh, no. ¿Qué le ha hecho pensar eso?
Nicholas Virson se aproximaba a ellos. A pesar de que ella lo había negado, debía de ser a él a quien buscaba, a su «joven amigo», pues bajó un poco la cabeza como si se inclinara ante cierta necesidad, como resignada. Daisy le tomó del brazo y se dejó conducir hasta su coche. Su madre ya estaba sentada en él, atisbando por el cristal empañado.
Wexford pensó, como en algunas ocasiones había pensado de Sheila años atrás, con exacta previsión, que era una actriz extraordinaria. Bueno, Sheila se había hecho actriz, pero Daisy no estaba actuando, Daisy era sincera. Era simplemente una de estas personas que no pueden evitar hacer un drama de sus tragedias personales. ¿No había dicho Graham Greene en algún sitio que cada novelista tiene una astilla de hielo en su corazón? Quizás ella seguiría los pasos de su abuela también en esto.
Los pasos de su abuela. Wexford sonrió para sí al pensar en el juego al que jugaban los niños, que se acercaban de puntillas para ver cuánto podían acercarse antes de que el de delante, de espaldas, se volviera, y entonces echaban a correr gritando…
– Hemos encontrado dos juegos de llaves dentro, señor -dijo Karen-. Hemos encontrado su talonario de cheques, pero ni dinero en efectivo ni tarjetas de crédito.
La casa estaba amueblada con elegancia, la cocina lujosamente equipada. En el cuarto de baño, que estaba dentro del dormitorio de la señora Garland, había un bidé y una ducha, y un secador de pelo fijo en la pared.
– Como en los mejores hoteles -dijo Karen ahogando una risita.
– Sí, pero yo creía que sólo lo hacían para impedir que los huéspedes los robaran. Esto es una casa particular.
Karen pareció incrédula.
– Bueno, así no puedes perderlo, ¿no? No has de preguntarte dónde lo dejaste la última vez que te lavaste el pelo.
A Wexford le parecía más como si Joanne Garland hubiera gastado dinero por el simple hecho de gastarlo. No sabía en qué gastarse sus ingresos. ¿Una prensa eléctrica para pantalones? ¿Por qué no? Aunque el armario ropero sólo mostró un par de pantalones. ¿Un teléfono supletorio en el cuarto de baño? Se acabó el correr goteando hasta el dormitorio, envuelta en una toalla. El gimnasio disponía de una bicicleta para ejercicio, un aparato para remar, un artilugio que a Wexford le recordó las fotografías que había visto de la guillotina de Nuremberg, y algo que podría haber sido una rueda de andar.
– Lo utilizaban para que los pobres diablos de los asilos anduvieran arriba y abajo -explicó Wexford-. Ella lo tiene por diversión.
– Bueno, para estar en forma, señor.
– ¿Y todo eso es para estar en forma?
Volvían a estar en el dormitorio, donde se encontraron frente a la más amplia colección de cosméticos y productos de belleza que él jamás había visto en los grandes almacenes. Estos artículos no se hallaban en los cajones de un tocador o en un estante, sino metidos en un gran armario, que estaba allí exclusivamente para ellos.
– Hay otro montón en el cuarto de baño -dijo Karen.
– Esto podría levantar a un muerto -dijo Wexford, sosteniendo una botella marrón con un tapón dorado y cuentagotas. Destapó un frasco y olió su contenido, una crema amarilla con un fuerte aroma dulzón-. Ésta te la podrías comer. No sirven para nada, ¿verdad?
– Supongo que da esperanzas a las pobres viejas -dijo Karen con la arrogante indiferencia de los veintitrés años-. Se cree lo que se lee, ¿no le parece, señor? Se cree lo que se lee en las etiquetas. La mayoría de la gente lo hace.
– Supongo que sí.
Lo que más le sorprendió fue lo ordenado que estaba el lugar. Como si su propietaria se hubiera ido y hubiera sabido de antemano que se iba. Pero nadie se marcha sin avisárselo a nadie. Una mujer con una familia tan numerosa como Joanne Garland no se marcha sin decir una palabra a su madre, a sus hermanos. Su mente regresó a aquella noche y la historia de Burden. No era una historia satisfactoria, pero tenía sus puntos positivos.
– ¿Cómo va lo de comprobar todas las compañías de taxis del distrito?
– Hay muchas, señor, pero estamos terminando.
Wexford intentó pensar en las posibles razones por las que una mujer soltera, de edad madura, de repente se va de viaje en marzo sin decírselo a su familia, a sus vecinos o a su socia. ¿Algún amante del pasado que había aparecido y la había raptado? Poco probable en el caso de una mujer de negocios de cincuenta y cuatro años de carácter práctico. ¿Una llamada desde el otro lado del mundo comunicándole que alguien íntimo estaba muriendo? En este caso, lo habría dicho a su familia.
– Karen, ¿su pasaporte estaba en la casa?
– No, señor. Pero es posible que no lo tuviera. Podríamos preguntar a sus hermanas si alguna vez había ido al extranjero.
– Podríamos. Lo haremos.
De nuevo en los establos de Tancred House, le pasaron una llamada. No era nadie conocido y ni siquiera había oído hablar de éclass="underline" el director suplente de la prisión de Royal Oak, en las afueras de Crewe, en Cheshire. Claro que lo sabía todo de Royal Oak, la famosa cárcel de alta seguridad, una cárcel de categoría B que se llevaba como comunidad terapéutica y aun así, años después de que estas teorías dejaran de estar de moda, se atenía al principio de que los criminales pueden ser «curados» mediante terapia. Aunque con el mismo índice de reincidencia que en cualquier otra prisión británica, al menos parecía que no hacía peores a sus internos.